San Pablo nos recuerda hoy que los evangelizadores «solamente somos servidores» (1 Cor 3,5), simples servidores por medio de los cuales la fe llega a nuestros hermanos mientras sabemos cumplir, cada uno, con lo que el Señor nos ha encomendado (cf. 1 Cor 3,5). De manera que no podemos perder el aliento, no nos podemos desanimar, no tenemos que dejar paso al enemigo, que se vale de cosas tan humanas como la división para ponernos en contra y apachurar nuestra fe, ya que somos nosotros los que, en estos tiempos difíciles que vivimos, tenemos que «inflar» a nuestros hermanos en la fe. Dice san Juan Crisóstomo: «Si los otros han perdido el sabor, pueden recuperarlo por el ministerio de ustedes; pero si son ustedes los que se tornan insípidos, arrastrarán también a los demás con su perdición» (Homilía sobre el Evangelio de san Mateo). ¡Más claro no se puede hablar a un discípulo–misionero de Cristo! No podemos sembrar divisiones, porque estamos llamados a ser colaboradores en una tarea constructora del hombre, no destructora. San Pablo venía de un mundo en donde muchos de los escribas y fariseos entre los que él se desenvolvía antes de convertirse al cristianismo, vivían de mentiras, escondimientos, medias verdades, apariencias, hipocresías, simulaciones... especie de jugadores de póquer que ocultaban sus cartas y las jugaban con astucia según se pusieran de parte de uno o del otro de los que les conviniera, caminando y «viviendo en un nivel exclusivamente humano» (1 Cor 3,3).
Los discípulos–misioneros no podemos quedarnos acomodados en ese campo de criterios puramente humanos, hemos sido creados para ir más allá, hemos sido hechos para trascender superando toda clase de obstáculos del tipo humano que cortan las alas para volar a la santidad. Los partidismos surgidos entre los corintios, que san Pablo nos presenta en la primera lectura de hoy (1 Cor 3,1-9) revelan que su comportamiento era algo «simplemente humano». Está amenazada la unidad de la comunidad, y Pablo se halla preocupado por el cariz que toman las disensiones. En este capítulo intenta salir al paso, dando una valoración de lo que es el trabajo apostólico y ofreciendo una jerarquía de valores eclesiales. Si la comunión se llegase a destruir por causa de alguno o de alguna de las divergencias por favoritismos hacia algún predicador, arrancaría eso el corazón del cuerpo de Cristo. Y hay que aclarar que en ningún momento de la carta se dice que fueran los apóstoles quienes motivaron las divisiones; fueron los fieles, quienes no captaron la auténtica dimensión del ministerio apostólico. Sus criterios los llevaron a establecer diferencias entre los apóstoles, sin comprender que, si realmente las había, era porque cada uno de ellos cumplía una tarea asignada por Dios y porque todos somos diferentes (1 Cor 3,5).
Jesús nos enseña a tener valor y a enfrentar a quienes pueden herir, dividir y matar a la comunidad, como sus obstinados paisanos, de entre los cuales surgen ideas contrarias y desafiantes para sus Apóstoles, al grado que tiene que preguntarles en determinado momento si ellos también lo van a dejar (Jn 6,67). Con acciones sencillas, el Maestro nos enseña que cada uno tenemos una misión, un puesto siempre importante a los ojos de Dios en la comunidad, como la suegra de Pedro en el relato evangélico de hoy (Lc 4,38-44), que, curada por Jesús, quien se dirige a la fiebre que la tenía postrada y la amonesta, hace que la suegra —cuyo nombre no sabemos— quede liberada de la fiebre que la mantenía atada al lecho, y se levante «a servir». El enredarse en ideologías que se escuchan por aquí y por allá, atan a los seres humanos y no les permiten estar disponibles para servir al prójimo, que a fin de cuentas es la tarea de todo discípulo–misionero. La Palabra de Jesús nos libera a todos de esos lazos. Incluso de los más sutiles, como los de las autojustificaciones ideológicas que a veces causan serias divisiones en cualquier comunidad. Estos días hemos escuchado de ciertos ataques en la Iglesia en contra de la legítima autoridad y que hablan de división. Todos los que atacan se sienten buenos y no dudo que lo sean, pero, a mi juicio, quizá estén presos de diversas fiebres que no les deja ver con claridad. Bien dice el Papa Francisco que «con las personas que no tienen buena voluntad, con las personas que tan sólo buscan el escándalo, que tan solo buscan la división, que sólo buscan la destrucción, incluso en las familias: silencio y oración», pues, solamente quien guarda las cosas en su corazón, calladamente como María (Lc 2,19), para meditarlas en oración, puede ser libre y estar en condiciones de servir bien al prójimo, consciente de que ese servicio, por sencilla que sea la tarea que realiza, une a la comunidad y hace vida lo que se ha escuchado de labios de Dios y de la explicación del predicador. ¡Bendiciones en este miércoles!
Padre Alfredo.
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