martes, 25 de septiembre de 2018

«Somos la familia de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

En este mundo, tan colapsado en tantos sentidos, hay muchos —dirigentes y no— que parecen creer que no tienen amo ni superior, y que pueden actuar «a gusto y a sus anchas», como si no estuviera encima de ellos nadie a quien tuvieran que «rendir cuentas». El libro e los Proverbios nos dice que esto es una ilusión. El que es consciente sabe que ha de rendir cuentas. Si el corazón se pone en manos de Dios, es como agua de riego en sus manos, se deja conducir y dirigir hacia donde Él quiera (Prov 21,1-6.10-13) Para vivir sumergido en Dios y buscar hacer su voluntad hay que ir más allá de las barreras de este mundo —divisiones sociales, políticas, religiosas— y saber que en manos de Dios, todos, reyes y príncipes, pobres y mendigos, hemos de dejarnos conducir por el Señor. De esta manera, como nos recuerda el Evangelio hoy, el que escucha y pone en práctica la palabra de Dios, es madre y hermano de Jesús (Lc 8,19-21). ¡Somos familia de Dios! 

No importa cuán poderoso sea un hombre hoy. Cualquiera de hoy —incluidos los rejegos que dicen «yo no pedí nacer aquí»— pudo haber sido algún faraón de Egipto o a lo mejor el rey de Babilonia. También podía haber sido el César de Roma, o tal vez Alejandro Magno o hasta Napoleón o cualquier otro gran gobernante del futuro, pero nadie reencarna y todos tenemos una misión única e irrepetible que cumplir. Indiferentemente de cuan poderoso se sea o se haya podido ser, nadie puede actuar independientemente de Dios. Y no es el poder o los lazos de la sangre los que proporcionan la comunión con Dios, sino el oír y poner en práctica su palabra, que vivamente es pronunciada por Cristo, «Palabra eterna el Padre». Como bien dice el libro de los Proverbios, «el corazón del rey está en la mano del Señor» (Prov 21,1). Y Dios, con su palabra, va a dirigir cada corazón, así como dirige el curso de un pequeño arroyo que murmura y desciende por la ladera de una montaña. La Iglesia es edificada, a todos los niveles, por la palabra de Dios. Ésta es el alma de la Iglesia, y la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siempre una Iglesia viva que viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando esa palabra de Dios en el corazón y poniéndola en práctica en el diario vivir. «La unión de las almas es más sagrada que la de los cuerpos», dice San Ambrosio (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VI,34-38). 

Por esta razón, al decirle a Jesús que su madre y sus hermanos le buscan, Él sabe que nadie mejor que su Madre ha cumplido la Voluntad divina y se ha dejado dirigir hacia donde el Padre Dios ha querido. Ella, a la vez que es reina, Madre de Dios y Madre nuestra, es esclava del Señor, mujer sencilla que oye la palabra de Dios y se pone a su disposición como esclava (Lc 1,38). Fiel discípula que guarda cada palabra que sale de la boca de Dios y la medita en su corazón (Lc 2,19). Misionera que lleva la palabra a Isabel, con un anuncio que la hace tan rica, que desborda en un cántico de alabanza y gratitud que perdurará para siempre (Lc 1,46-55). María es el corazón bueno que nos retrata lo expresado en el libro de los Proverbios: María es el corazón receptivo que abraza la Palabra y lleva su fruto con constancia (Jn 2,5). María es Madre no sólo porque le dio la vida humana, sino también porque oyó y puso en práctica la palabra de Dios. Nosotros pertenecemos a la familia de Jesús según esta nueva visión de la familia que Él amplía poniendo de ejemplo a su Madre: escuchamos la Palabra y hacemos lo posible por ponerla en práctica. Muchos, además, que hemos hecho profesión religiosa o hemos sido ordenados sacerdotes, hemos renunciado de alguna manera a nuestra familia o a formar una propia, para estar más disponibles en favor de esa otra gran comunidad de fe que se congrega en torno a Cristo. Pero todos, sacerdotes, religiosos, solteros o casados, como discípulos–misioneros, buscamos servir a esa «familia extendida» de los creyentes en Jesús, trabajando también para que sea cada vez más amplio el número de los que le conozcan y le amen. Los encomiendo en la casita del Tepeyac, donde Ella, la Madre de Dios y Madre nuestra nos recuerda que si acogemos la palabra del verdadero Dios por quien se vive en el corazón y en el alma, si la contemplamos, si la conservamos, si le dejamos espacio, si intentamos no olvidarla durante el día, si la convertimos en guía de nuestras acciones, su Hijo Jesús nos hará familia y adquiriremos la misma dignidad de Ella, porque lo engendraremos de nuevo para nuestro tiempo. Que la Virgen Morena nos enseñe cómo recibir la Palabra, a darle carne, a hacerla vida. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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