En el relato de la creación, se nos dice que después de haber creado Dios el universo en seis días, descansó el séptimo. El precepto del día de descanso —para los judíos el sábado; para nosotros los cristianos el domingo y para los Musulmanes el viernes (aun cuando ellos pueden trabajar, pero descansan para dar culto a Dios)— nos quiere recordar que nosotros somos los administradores de la creación; mediante seis días de trabajo, y un día de descanso, nos asemejamos a Dios. Y aun cuando las leyes vinieron a normar demasiado detalladamente ese día —sobre todo para los judíos—, que debería consagrarse al Señor, olvidaron lo que es el derecho que toda persona tiene a descansar, a convivir con su familia, a olvidarse un poco de la carga del trabajo. Quienes creemos en Cristo debemos saber dar culto a Dios manifestándole así nuestro amor, pero no podemos dejar de amar a nuestro prójimo ayudándole a remediar sus necesidades sabiendo que, si no lo hacemos, nuestro culto y nuestro amor hacia Dios serían inútiles e hipócritas.
Esta es, en el fondo, la cuestión que maneja la perícopa evangélica de este día en la liturgia de la Misa diaria (Mc 2,23-28). Los fariseos no veían mal que arrancaran las espigas, sino que era en sábado. El amor debería de ir por encima de las leyes, los discípulos tenían hambre y no necesidad de tomar lo que no les pertenecía; además las leyes decían que, de lo que se veía por la vera del camino, se podría tomar sin permiso alguno... ¡pero era sábado! En este contexto tenemos que entender la famosa frase de San Agustín que dice: «Ama y haz lo que quieras». Hay que entender bien lo que es la Ley y para que sirve. Trabajar, perdonar, corregir, ir a misa los domingos, cuidar a los enfermos, cumplir los mandamientos..., ¿lo hacemos porque toca o por amor de Dios? Ojalá que estas consideraciones nos ayuden a vivificar todas nuestras obras con el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones, precisamente para que le podamos amar a Él.
Por otra parte, hoy la Iglesia celebra a Santa Inés. La tradición nos dice que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tan tierna y, por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita que entendía muy bien la Ley del Amor. San Ambrosio, hablando de su martirio decía: «Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que, con tanta generosidad, entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente. Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su edad, no podía aún dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas las leyes naturales. El verdugo —continúa narrando San Ambrosio— hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos desearon casarse con ella. Pero ella dijo: «Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que yo no quiero.» Esto es entender que somos hijos de Dios y que la Ley debe girar toda en torno a esto. Que la Santísima Virgen y la intercesión de Santa Inés nos ayuden a saber vivir la Ley del Amor. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario