La mayoría de los grandes sistemas de pensamiento, en todas las civilizaciones, han personificado el mal. El hombre se siente a veces tentado y dominado como por espíritus. Pero en la época actual el hombre occidental se cree totalmente liberado de estas representaciones y resulta que nunca, tanto como hoy, el hombre se ha dejado seducir por "fuerzas alienantes como son el espíritu de poder, de egoísmo, de vanidad, de soberbia, etc. Basta ver la cantidad de influencers que hay, este grupo de personas que cuentan con una gran credibilidad sobre temas de moda o de ideas pasajeras, y por su presencia e influencia en redes sociales llegan a convertirse en prescriptores de conductas egoístas impresionantes. Jesús quiere poner fin a este dominio; pero a condición de ¡que se le siga!... y es fuerte en sus criterios: «Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno» nos dice en el Evangelio de hoy (Mc 3,22-30).
Para participar en la victoria de Cristo en nuestras vidas, sobre las fuerzas que nos quieren dominar, hay que ser dóciles al Espíritu Santo. Hay que reconocer el poder que actúa en Cristo. Decir que Jesús es alguien que está «poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera» es cerrar los ojos, es blasfemar contra el Espíritu Santo, es negar la evidencia: este rechazo es grave porque bloquea todo progreso en el alma, cuestión que le impide crecer en espíritu y en verdad. «Pecar contra el Espíritu» es negar lo que es evidente, negar la luz, taparse los ojos para no ver la acción de Dios y achacar ciertas cosas al enemigo. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, mientras dure esta actitud obstinada y esta ceguera voluntaria, muchos se excluyen del perdón y del Reino. Nosotros no somos ciertamente de los que niegan a Jesús, o le tildan de loco o de fanático o de aliado del demonio. Al contrario, no sólo creemos en él, sino que le seguimos y vamos celebrando sus sacramentos y meditando su Palabra iluminadora cada día. Nosotros, como discípulos–misioneros sabemos que ha llegado el Reino y que Jesús es el más fuerte y nos ayuda en nuestra lucha contra el mal.
Santa Ángela de Merici, a quien hoy celebramos en la Iglesia, nació alrededor del año 1470 en la región de Venecia en Italia. Tomó el hábito de la Tercera Orden Franciscana y reunió un grupo de jóvenes para instruirlas en las obras de caridad. El año 1535 fundó en Brescia un instituto femenino, bajo la advocación de Santa Úrsula, las «Ursulinas», dedicado a la formación cristiana de las niñas pobres. Su obre fue la primera Congregación de mujeres dedicadas a la enseñanza y, para cumplir su misión, las primeras Ursulinas vivían en medio del mundo; transformaron, secundando los deseos de su fundadora el ideal de la vida religiosa, que para las mujeres en aquel entonces no pasaba del claustro y del hábito monacal... ¿Se imaginan qué escándalo para la época? Con todo, y venciendo obstáculos de dentro y fuera de la Iglesia, la fundadora dejó libre al Espíritu Santo y bajo su influencia —que el Espíritu Santo sí debe ser el verdadero y auténtico influencer— determinó que, dócil a la autoridad eclesiástica, el Instituto se adaptara a los tiempos y lugares como Dios mismo se lo iba pidiendo. Luego de tres arduos años de trabajo intenso a favor de la obra que tanto bien ha hecho hasta nuestros días a la Iglesia, santa Ángela cayó enferma al principio de enero de 1540, y dio a sus hijas religiosas sus últimas instrucciones. Luego recibió los santos sacramentos «con angélica devoción», cerró los ojos y entregó suavemente su alma a Dios, el 28 de enero de 1540, musitando sus labios el santo nombre de Jesús. Ángela iba a cumplir sesenta y siete años. Ella nos enseña con su vida y su testimonio, que hay que dejar actuar al Espíritu Santo en nuestras vidas y en la historia. Como María Santísima fue dócil y se dejó influir por Él... tenemos entonces mucho que hacer. ¡Bendecido lunes, inicio de semana laboral y académica!
Padre Alfredo.
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