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El más grave de los errores de aquel tiempo era la herejía adopcionista: Félix, obispo de Urgel de Cataluña, profesaba que Cristo, en cuanto hombre, era simplemente hijo adoptivo de Dios. San Paulino escribió contra él una refutación que remitió a Carlomagno, preparó misioneros bien fundamentados en la verdadera fe y los envió a predicar. Fueron muchos los que, evangelizados, abrazaron la auténtica fe. Cuando el duque de Friuli fue nombrado gobernador de las tribus de los hunos, San Paulino escribió para él una excelente «Exhortación», en la que urgía a buscar la perfección cristiana, le daba reglas sobre la práctica de la penitencia y remedios contra los diferentes vicios, especialmente contra el orgullo; le instruía además sobre el deseo de agradar a Dios en todas las acciones, sobre la oración y las disposiciones esenciales para ella, sobre la comunión, el cuidado de evitar las malas compañías y algunos otros puntos. El libro termina con una hermosa oración y la promesa del santo de pedir por la salvación del buen duque. Las ardientes súplicas de San Paulino atraían constantes bendiciones del cielo sobre las almas que le habían sido confiadas. La vida de Paulino terminó con una santa muerte, el 11 de enero de 804.
El Evangelio de hoy nos cuenta que Jesús bautizaba y enviaba a los discípulos a bautizar extendiendo así la Buena Nueva (Jn 3,22-30). Esto se nos narra en el contexto de que hemos celebrado el nacimiento y la manifestación de Jesucristo al mundo y eso nos llama a reafirmar nuestro ser de discípulos–misioneros. Nosotros también, como San Paulino de Aquilea, aquellos discípulos de Jesús y Juan el Bautista tenemos mucho que hacer. Casi cerramos el ciclo de la Navidad, el lunes empezaremos ya el ciclo del Tiempo Ordinario y conviene preguntarnos si de verdad llevamos a la vida de nuestros hermanos a este Cristo que celebramos, en nuestras comunidades, para liberarlos con la Buena Noticia del reinado del Padre. Debemos hacer que Jesús sea recibido por todos, que crezca en el amor y en la fe que le deben los suyos, que ocupe el primer lugar en las vidas de todos aquellos a quienes se proclame el evangelio, de quienes conformen las comunidades cristianas. Es una lección de humildad ante el Señor Jesús a quien no podemos suplantar con nuestros intereses personales de poder o de honor. Pidamos a María Santísima que nos lo alcance de su Hijo Jesús. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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