jueves, 29 de junio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SU DEBILIDAD»... Enfermedad, ancianidad y misión I.


Quisiera empezar esta serie de reflexiones sobre la enfermedad, la ancianidad y el compromiso misionero que he titulado «LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SU DEBILIDAD», con unas cuantas palabras del Apóstol San Pablo, a quien celebramos hoy junto a San Pedro pidiendo en este 29 de junio por el Santo Padre. Al inicio de la carta a los Romanos san Pablo se presenta como: «Siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación» (Rm 1,1). San Pablo tiene conciencia de que es «apóstol por vocación».

En una de las homilías que pronunció S.S. Benedicto XVI durante la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo en la basílica papal de San Pablo Extramuros un 28 de junio, enfatizaba que San Pablo utiliza el término «siervo» —en griego doulos—, que indica una relación de pertenencia total e incondicional a Jesús, el Señor, y que traduce el hebreo «ebed», aludiendo así a los grandes siervos que Dios eligió y llamó para una misión importante y específica (Homilía del 28 de junio de 2007 en San Pablo Extramuros).

Cada uno de nosotros, hemos sido llamados, al igual que san Pablo, a una misión importante y específica «no por auto-candidatura ni por encargo humano, sino solamente por llamada y elección divina» (Homilía de Benedicto XVI el 28 de junio de 2007 en San Pablo Extramuros). En sus cartas, el apóstol de las gentes varias veces repite que todo en su vida es fruto de la iniciativa divina, fruto de la inmensa misericordia de Dios (Cf 1 Co 15,9-10; 2 Co 4,1; Ga 1,15). San Pablo dice que él fue elegido «para anunciar el Evangelio de Dios» (Rm 1,1), propagando el anuncio de la gracia divina que reconcilia en Cristo al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás.

Todo esto sirve para que dé entrada a esta serie de reflexiones, pensando ante todo, que somos creados por Dios y que Él nos ha dado una misión específica y muy especial, que va mucho más allá de nuestra fragilidad humana y de nuestra miseria, incluso espiritual. Por sus cartas, podemos darnos cuenta de que san Pablo no sabía ni siquiera hablar muy bien. «Su presencia física es pobre y su palabra despreciable», dice la Segunda Carta a los Corintios que decían de él sus adversarios (2 Co 10,10). Por tanto, los fecundos resultados apostólicos que pudo conseguir, no se pueden atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado se debió, ante todo y sobre todo, a su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no tuvo miedo de peligros, de dificultades ni de persecuciones: «Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos— ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39).

De esto podemos obtener una lección muy importante para todos los cristianos y especialmente para quienes hemos sido tocados con la gracia de la enfermedad o alguna otra clase de «debilidad» y en la que vamos a profundizar en estas reflexiones. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes formamos parte de ella estemos dispuestos a pagar personalmente nuestro amor y fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia con la perseverancia y la fidelidad. En la salud y en la enfermedad, en el éxito y en fracaso, en las buenas y en las malas. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende, donde falta esto, falta el amor y entonces no hay nada. Dante Alighieri, recordado siempre por su célebre Divina Comedia escribió: «Sean, cristianos, más firmes al moverse: no sean como pluma a cualquier soplo, y no piensen que los lave cualquier agua. Tengan el antiguo y nuevo Testamento, y el pastor de la Iglesia que los conduce; y esto es bastante ya para salvarse… ¡Sean hombres, y no ovejas insensatas!» (Paradiso, V, 73-80). 

La Iglesia, en tierras que tradicionalmente eran cristianas, se encuentra hoy en una situación de minoría. Los datos son evidentes: disminución de las vocaciones; bajones tremendos en la práctica religiosa; reducción de la práctica de la religión al ámbito de la vida privada con la relativa dificultad para contribuir con el mensaje cristiano en las costumbres y en las instituciones; aumento de las corrientes del New Age y muchas otras dificultades para transmitir la fe a las nuevas generaciones. Ser minoría, parece ser una característica de la Iglesia en el mundo de hoy. 

El queridísimo y recordado cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân —declarado Venerable el 4 de mayo de 2017 por el Papa Francisco— que no tenía pasaporte de Vietnam, su país de origen, por haber sido expulsado, y que tenía que viajar con un pasaporte del Vaticano; comentaba sus peripecias en los aeropuertos de los países del primer mundo en virtud de presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz. «Con frecuencia encuentro dificultades por parte de los policías en los aeropuertos. En general, los italianos no ponen problemas. En Alemania ya es más difícil: "¿Qué es la Santa Sede?", preguntan. En Malasia, es mucho más complicado: "¿Dónde está la Santa Sede?", me preguntan. Les respondo: "En Italia, en Roma". Entonces me llevan ante un gran mapamundi en el que obviamente no aparece el Vaticano. De ese modo me hacen esperar una media hora con los inmigrantes ilegales» (De los Ejercicios Espirituales que en el año 2000 impartió a S.S. Juan Pablo II y a diversos prelados de la Curia Romana). 

¿Cómo nos comportamos? ¿Qué rostro de Cristo mostramos al mundo? ¿Cómo invitamos, con nuestra sola presencia, a los demás, a formar parte de nuestra Iglesia? ¿En qué nos parecemos a San Pablo que nada basaba en su condición humana sino en la fuerza de Dios? El que la Iglesia sea una minoría, no nos da derecho a ninguno de sus miembros, a vivir una especie de complejo de inferioridad, sino que tiene que ser una invitación a vivir en la esperanza. Una vez, hace algunos años, estando en Dublín, me invitaron a la toma de posesión de un nuevo párroco. Cuando la Misa casi terminaba, le dije al padre que me acompañaba, que tendría unos 28 años de edad: —¿Ya te diste cuenta que tú eres la persona más joven que está en este templo? Eso fue en Dublín, pero hace poco, en un pobladito de Michoacán, llamado Capula, una hermana religiosa invitaba a la comunidad, una iglesia llena, a orar por las vocaciones, y a las jóvenes a participar en una jornada vocacional…igual que en Dublín, caí en la cuenta de que no había jóvenes, por lo menos no más jóvenes que ella. 

La Iglesia vive, así parece, un tiempo en que es «minoría cuantitativa», como dice el Venerable Van Thuân, quien por cierto, cuando predicaba los Ejercicios Espirituales a Su Santidad el Siervo de Dios Juan Pablo II en el año 2000, recordaba la historia de Gedeón, jefe carismático de Israel, que en el siglo XII antes de Cristo. Gedeón venció a los enemigos con tan sólo trescientos hombres que no tenían más que cuernos por armas. Viene ahora a mi mente también el enfrentamiento entre David y Goliat (1 Samuel 17.1-2,3-9,32,40,42,49-51), pensando que muchos teólogos nos dicen que Goliat representa el mal, es decir, las ideologías o valores que van contra el Evangelio. Goliat es hostil, amenaza, provoca. También hoy la Iglesia, ante el mal, tiene que enfrentarse contra Goliat, un gigante aterrador que parece invencible. Recordemos ahora que al inicio del relato, David tomó el camino equivocado. Se vistió con la armadura del poder y de la fuerza, pero lo pesado paralizaba sus movimientos. —No puedo caminar con todo esto, pues no estoy acostumbrado, decía al igual que podría decir ahora la Iglesia, cuando recurre al arsenal del mundo. La Iglesia tiene sus propias armas para afrontar la batalla, y son las únicas armas que cuentan de verdad.

David dijo: «—Goliat, tú te opones con la espada, con la lanza, y con la flecha. Yo me presentaré en el nombre del Señor de los ejércitos». A David le fue suficiente una honda y cinco piedras para derrotar a Goliat. Cada gigante tiene su punto débil. Basta prestar atención: una piedra bien colocada derrotó al gigante y su espada fue utilizada para cortarle la cabeza. Es la fuerza de Dios que se ve en la debilidad del hombre. David es la figura de la Iglesia de hoy. En muchas situaciones, estamos en minoría en cuanto a número, fuerza física, salud, posibilidades y medios. Pero, al igual que David, nos lanzamos en el nombre de Dios. 

En la historia, la Iglesia, tanto en su dimensión universal como local, ha sido una minoría muchas veces. Ante el imperio romano era un nada y ante las invasiones de los bárbaros se quedaba corta. Quedó debilitada por las divisiones internas en la era moderna, así como por la revolución francesa. En el siglo pasado sufrió las prepotencias del nazismo, del comunismo y ahora, en nuestro siglo, el veneno del relativismo, del materialismo, del consumismo y de la llamada ideología de género. Pero ante los Goliat de todas las épocas, el Señor ha mandado a muchos David indefensos: santos, papas, mártires, personas débiles pero llenas de Dios. Ahora los enviados somos nosotros, nosotros. Tal vez en la misma casa de siempre, con las mismas cosas de siempre, los dolores y achaques de cada día, la enfermedad, el trabajo… y la fuerza de la debilidad: La fuerza de Dios.

Quiero que dirijamos ahora la mirada a San Juan Pablo II cuando iniciaba su pontificado, cuando lleno de fuerza y vigor pronunciaba aquellas palabras: «¡No tengan miedo!». El Papa era joven, lleno de energía, un hombre muy sano, deportista incansable. De inmediato nos dejó ver, en su escudo, que su emblema era la Cruz, «esperanza única» y la Santísima Virgen María: «vida, dulzura y esperanza nuestra». 

Este Papa afirmó entre otras cosas que el comunismo era sólo un paréntesis en la historia, y muchos se burlaron de él en aquel entonces; pensaron que no era realista. Decían que el mapamundi ya era de color rojo. Pero el comunismo en Europa del Este cayó, y la Iglesia cruzó el umbral del tercer milenio sin aquellos muros. El Papa había sido herido en plena plaza de San Pedro y aquel «¡No tengan miedo!» del inicio de su caminar como guía supremo de la Iglesia, se dejó sentir en la fuerza de la debilidad de un hombre, que, desde aquella vez, enfermaba y recaía una y otra vez a causa de varios y diversos padecimientos… Un Papa enfermo, que siguió siendo apóstol y misionero hasta el último segundo de su vida. Se que algunos de los que leen estas líneas están enfermos, han sido visitados por el dolor y el sufrimiento. "¡No tengan miedo! En nuestra condición de «minoría», tenemos que valorar la pequeñez, el dolor y el sufrimiento en nombre de Dios y tomar fuerza en nuestra debilidad, para que caigan los muros del nuevo Jericó.

En la novela Quo vadis, un pagano pregunta a San Pedro, recién llegado a Roma: «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; la religión de ustedes, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro responde: —¡el amor! (Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, cap. 33). El amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le representa, y lo es, como un niño. Se le puede dar muerte con muy poco y sabemos por experiencia, en qué se convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad. Todo pasa, sólo el amor permanece. Apareciéndose un día de Semana Santa a la beata Angela de Foligno, Cristo le dijo una palabra que se ha hecho célebre: «¡No te he amado en broma!» (Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23, ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612). Cristo, de verdad, no nos ha amado en broma. En la encíclica «Deus Cáristas Est», el Papa Emérito Benedicto XVI escribió que «el amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera —dice el Papa—, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» (Deus caritas est, n.6).

Hay mucho que hacer, Cristo no nos ha amado en broma, nos ha llamado desde nuestro bautismo a ser misioneros en todo tiempo y lugar, tenemos que darnos prisa, porque el amor de Cristo nos apremia como a San Pablo, de quien traigo a colación ahora uno de sus pensamientos: «Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). 

La beata María Inés Teresa, a quien siempre tengo en el corazón, nos deja una frase para meditar en torno a esto: «El misionero no espera ninguna recompensa en esta vida, pues Dios es su herencia, y de Él recibe en cambio de sus sacrificios, tan intensas consolaciones, tan íntimos consuelos, tan dulces alegrías, que se siente infinitamente dichoso con la sola posesión de Dios; no anhelando cada día, sino amarlo más, y probarle su amor con su abnegación y su constante inmolación.» (De una carta a su sobrino el 21 de junio de 1943).

Les invito a orar conmigo: 

“Señor, tú ves claramente nuestra situación, somos débiles, pequeños, necesitados de ti. Te ofrecemos todo: dolor, enfermedad, penas, incomprensiones y pequeños sufrimientos. Queremos vencer nuestro egoísmo y orar desde nuestra debilidad, seguros que la fuerza nos viene de ti. Nos unimos a los enfermos de todo el mundo, especialmente a quienes en los hospitales están solos y no tienen quien cuide de ellos. Te entregamos todo por amor, por intercesión de tu Madre Santísima. Ella, Nuestra Señora de los Dolores, nos acompañará. Amén.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

No hay comentarios:

Publicar un comentario