viernes, 9 de junio de 2017

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo...

Cada vez, que ya sea solos o en comunidad, pronunciamos las palabras de la Doxología: «Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo», resuena en el interior de nuestro ser, un grito de gratitud inmenso a Dios en sus tres personas, que se nos ha mostrado así de esta manera, en un misterio de amor. San Atanasio, uno de los Santos Padres de la Iglesia, dice en una de sus cartas: «Existe, pues, una Trinidad santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza y su actividad única» (Carta 1 a Serapión, 28-30: PG 26, 594-595. 599).

¿Cómo explicar este misterio a un mundo que casi se puede decir que entiende solamente de realidades terrenas, es decir materiales? ¿Cómo dar a entender este misterio a un mundo que solo quiere creer en lo tangiuble? Esto, en primer lugar, es «un misterio», el misterio de Dios «Uno y Trino» y por eso solo podemos exclamar: «Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo».

¡Qué hermoso testimonio de unidad para nosotros los miembros de la Iglesia que somos familia! ¡Qué grande enseñanza de amor y de solidaridad! Desde que el Padre es padre y el Hijo es hijo, en ese mismo instante, brota el Espíritu Santo, que con ellos existe en unidad desde siempre y para siempre. Cada una de las tres personas divinas con una misión especial que no opaca ni disminuye la de las otras dos. El Padre es amor, el Hijo es gracia y el Espíritu Santo es comunión.

Cada día, en nuestro diario obrar, el único Dios verdadero y todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, hace una fiesta de encuentro con nosotros. Cada día el Padre nos ama y nos da a su Hijo para salvarnos y para que al mismo tiempo nosotros lo amemos también. Cada día infunde su amor en nuestros corazones por medio de su Espíritu Santo, quien tal vez, como lo afirmó el beato Paulo VI, sigue siendo el gran desconocido para muchos.

No podemos sino sentirnos amados por el Padre, alimentados por el Hijo en su Palabra y en su Eucaristía y poseídos por el don del Espíritu. No podemos reconocer cuánto nos ama el Padre en el Hijo, sin esa fuerza que nos viene de lo alto por la acción del Espíritu. No podemos experimentar el gozo de la salvación que nos trae Aquel que ha enviado el Padre si no es por el fuego divino que nos incendia en amor. No podemos cumplir con nuestra tarea de discípulos-misioneros de un Dios que en la Trinidad Santísima se hace Misionero. No podemos ser «familia en la fe», es decir, comunidad, sin el don del Espíritu.

Cada vez que invocamos al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, sellamos un pacto de amor con Dios en el que reavivamos el don recibido en la elección que nos ha hecho en Cristo a ser hijos del Padre Eterno movidos por el Espíritu. ¡Bendito sea el Padre que en un arrebato de amor nos ha llamado a la existencia! ¡Bendito sea el Hijo, que nos ha llamado a ser discípulosmisioneros siguiendo sus huellas! ¡Bendito sea el Espíritu Santo que ha reavivado nuestro diario vivir en perseverancia y fidelidad!

Dice la beata María Inés Teresa: «Que mis obras todas sean un himno de alabanza, de gratitud, de adoración a la Santísima Trinidad" (Ejercicios Espirituales de 1943). Habrá que preguntarnos entonces: ¿Cuáles son mis obras? ¿Qué he dejado de hacer a la Trinidad Santa en mí? ¿Cómo me he dejado conducir por Dios? Que María Santísima, la hija predilecta del Padre, la Madre de Cristo y la esposa fiel del Espíritu Santo, nos ayude a responder como ella.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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