No puedo hoy empezar mi reflexión ante Dios, ante su Madre Santísima y ante todos mas que con un: «¡GRACIAS!» Y así, con mayúsculas. Cuando ayer veía desde el presbítero en la parroquia del Espíritu Santo una Iglesia que resultó insuficiente para la Misa que cerraba los funerales de mi papá y cuando veía a tantos familiares hasta llegado de otras partes, a tantos amigos de todos colores, edades y sabores, cuando escuchaba los hermosos cantos del coro formado por nuestras hermanas religiosas —consentidas de papá— las Misioneras Clarisas, mis hermanos Misioneros de Cristo a quienes papá también tanto quiso y que nunca me dejaron en estos momentos, a los padres Oblatos de San José que por años y años acompañaron la vivencia de fe de papá, a los demás sacerdotes concelebrantes, a los diáconos, a los Vanclaristas, a las Misioneras Inesianas, a las religiosas de otras congregaciones... Cómo voy a decir «¡GRACIAS!» en nombre de mi madre, siempre fuerte, de mi hermano y su familia, y me convenzo de que ese «¡GRACIAS!» no es solo de nosotros, sino de parte de todos los que estuvimos allí, los que nos acompañaron el día anterior, los que llamaron que no podían estar físicamente presente...
Siendo ya las vísperas de este domingo, quisimos que la Santa Misa para despedir a papá fuera ya la de precepto. Yo no tenía cabeza para ver la liturgia y le pedí a nuestro Señor que me diera mucha luz para que mis lágrimas y mi dolor por la pérdida de mi padre, amigo y compañero de tantísimos años que el Señor me lo dejó, se acomodaran donde debían y pudiera presidir y predicar... ¡Oh sorpresa! Empiezo a escuchar las lecturas de la Misa y todo parecía retratar a papá. Hoy tal vez no pueda decir más, mis lágrimas, sí, se han acomodado muy bien y ahora, repasando la liturgia de la palabra de ayer, salen al revivir estos momentos de Dios en los que la Escritura no dejaba de hablarme no sólo a mí, sino a todos, de papá. De la primera lectura el libro del Deuteronomio lo retrata aquí: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, que te manda guardar sus mandamientos y disposiciones escritos en el libro de esta ley. Y conviértete al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma» (Dt 30,10-14) y recuerdo que cuando nos íbamos a confesar de niños, adolescentes y aún ya jovencitos, papá se formaba antes que nosotros... él como papá nos enseñó a guardar los mandamientos y a buscar el perdón. De la segunda lectura (Col 1,15-20) me quedo con esto: «Él (Cristo) es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo»... Sí, para él Cristo siempre fue el primero y ahora lo podrá contemplar cara a cara. Y, del Evangelio del buen samaritano (Lc 10, 25-37) ni qué decir: «un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso”... “Anda y haz tú lo mismo”... ¿A cuánta gente no ayudó mi padre si simplemente ahora que estaba enfermo en casa llegaban albañiles, carretoneros, gente pobre, muchos desconocidos para mí y preguntaban por su «amigo don Alfredito», les daba yo sus saludos y me preguntaba desde su lecho de dolor: «¿Le diste algo?» Caí en la cuenta de que en el funeral, el viernes en la tarde y ayer en la Santa Misa, muchos, muchos me hablaban de mi padre como el buen samaritano que estuvo a su lado.
Se me acabó el espacio y no he hablado del salmo responsorial, sobre todo en este año litúrgico en que me he propuesto el profundizar en la riqueza de estos cánticos y poemas de la Sagrada Escritura y es que a propósito quise hoy dejarlo al final, porque quiero cerrar esta reflexión transcribiendo un gran fragmento de este salmo (68 [69]) en el que con lágrimas en mis ojos, brotando como una cascada, en la soledad de esta casita en la que estamos mamá y yo, profundizo lleno de gratitud: «A ti, Señor, elevo mi plegaria, ven en mi ayuda pronto; escúchame conforme a tu clemencia, Dios fiel en el socorro. Escúchame, Señor, pues eres bueno y en tu ternura vuelve a mí tus ojos. Mírame enfermo y afligido; defiéndeme y ayúdame, Dios mío. En mi cantar exaltaré tu nombre, proclamaré tu gloria, agradecido... y recuerdo a papá, cuando en algunas de las noches de hospital, literalmente le gritaba a Dios diciéndole: «¡Ya estoy listo, ven por mí, escúchame Señor, ya quiero ir contigo!» Y lloro más y mis lágrimas parecen no saber detenerse dando gracias a Dios por haberme regalado tantos, tantos años a un pare así, un hombre que me enseñó a ser lo que soy... y ahora el «¡GRACIAS!» en está larguísima reflexión que parece no tener fin como mis lágrimas, es para ti, papá. ¡Dios te lo pague papá y que goces contemplando al Señor que no deja sin recompensa a quien el es fiel!... ¿Bendecido domingo del buen samaritano!
Padre Alfredo.
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