Adentrarse en el Salterio (la colección de los 150 salmos) es sumergirse en el alma de Israel, ese pueblo escogido por Dios, ese pueblo difícil y lleno de contrastes, conducido por el Dios vivo. En el salterio circulan reyes y pobres, himnos de victoria y lamentaciones nacionales, solemnidades litúrgicas y meditaciones íntimas, imprecaciones y cantas nupciales, levitas y profetas, doctores de la ley y campesinos, ancianos y jóvenes, confesiones de fe e historia que nos llevan todos al corazón de Dios. Pero ese pueblo, de cabeza dura —como en nuestro tiempo— olvidaba pronto las intervenciones evidentes de la misericordia divina al enfrentarse a la incertidumbre que siempre presenta un nuevo día. Hoy el salterio nos invita a ir a un breve fragmento del larguísimo salmo 105 [106] que nos recuerda el pecado de ingratitud, incredulidad e idolatría que está consignado en Éxodo 32 (Sal 105 [106],19-23). El Dios que hizo grandezas, maravillas y cosas formidables al sacar al pueblo de Egipto, fue ignorado, fue hecho a un lado en sus alabanzas al becerro de oro. Pero, como dice san Gregorio Magno: «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).
Hoy es día de santa Marta, y precisamente a la luz del salmo responsorial podemos medir el calibre de nuestra fe en el Señor de la Misericordia al que no vemos, pero sabemos a nuestro lado. Este Señor, nuestro Dios le dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,19-27). A Dios no lo veremos cara a cara sino hasta el día que llegue nuestro encuentro con Él al dejar este mundo, mientras tanto tenemos que entender que la fe en Jesús es el inicio de una vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y sabemos que Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.) sin necesidad alguna de hacer representaciones falsas de Él, como buscó hacer el pueblo de Israel al querer representarle en un becerro de oro. Todo becerro de oro siempre será vistoso y llamativo. Poner la vida y el corazón al servicio de un Dios que no vemos ni nos dice lo que hay que hacer a ciegas, siempre será más pequeño, más humilde, más arriesgado. Es como el grano de mostaza del Evangelio o como la mujer que amasa harina con levadura para poder disfrutar del pan algún día. Marta lo ha entendido, ella, que se sumergía primero en las ocupaciones de la limpieza de la casa sin hacer un alto para estar a los pies de Jesús (Lc 10,42). Es ahora la que corre a su encuentro y recibe el premio de fortalecer su fe en el Cristo vivo que le muestra la certeza de la resurrección.
Nuestro Señor pronunciara palabras tan consoladoras para nosotros, mortales que caminamos hacia la eternidad con la esperanza de vivir para siempre en compañía del que es la resurrección y la vida. Marta —al igual que nosotros— deberá entender que Jesús, aunque resucita a Lázaro, no viene a prolongar la vida física que todo hombre posee, suprimiendo o retrasando indefinidamente la muerte; no es un médico ni un taumaturgo; viene a comunicar la vida que él mismo posee y de la que dispone (5,26). Esa vida es su mismo Espíritu, la presencia suya y del Padre en el que lo acepta y se atiene a su mensaje; y esa vida despoja a la muerte de su carácter de extinción, Lázaro será resucitado, pero morirá algún día como todos nosotros. En nuestra existencia hay realidades que nos cuesta mucho aceptar que nos hacen exclamar como Marta: «si hubieras estado aquí...», «si se hubiera hecho esto...», «si no hubiera ido...», «si no hubiera dicho...». Lo que tiene que suceder, sucede. La muerte de Lázaro hará que la fe de Marta se robustezca y seguramente hizo que amara y atendiera con más delicadez y atención a sus hermanos Lázaro y María. No sabemos cuántos años más vivió Lázaro antes de ser llamado por el Padre a la vida eterna, pero seguramente Marta no desvió su mirada ni sus acciones a tantos becerros de oro que a veces se fabrican en el interior del corazón y que impiden descubrir claramente a Dios en los acontecimientos y en el curso de la vida. Es necesario que la palabra de Jesús nos saque a nosotros también de esa especie de tumba en la que a veces caemos, que nos libere de nuestras ataduras interiores, para poder tener actitudes de vida con los demás. Pidámosle a María Santísima que como Marta, sepamos creer firmemente que Cristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al mundo para aumentar nuestra fe y confianza en la misericordia infinita de Dios. ¡Bendecido lunes y felicidades a todas las que llevan este nombre!
Padre Alfredo.
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