Toda la Sagrada Escritura nos revela el sentido de la vida y de la muerte y nos hace observar lo que Dios tiene preparado para nosotros en la eternidad que se nos ha prometido. Lo primero que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por excelencia haya querido compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir él también la muerte. No obstante, «cuando llegó la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), Jesucristo no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. «Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil.2,8). Y así, el misterio de la cruz, nos enseña que en este mundo vamos de paso hasta dar la vida, hasta entregarla luego de haber sido un pan partido para los demás, un pan partido como el Señor, que se entrega a todos y por todos al Padre. En su vida pública, Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la muerte y su tremenda importancia. Cuando murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo: «Yo soy la Resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá. El que vive por la fe en mí, no morirá para siempre» (Jn l1,25). Hoy me topo de frente con este misterio en la muerte de mi padre. Ayer comenzaron sus funerales que hoy terminan con el sepelio a las 3 de la tarde —en la parroquia del Espíritu Santo a done tantas y tantas veces fue a Misa—, a la hora de la misericordia, a esa hora en la que el Señor le revela a santa Faustina Kowalska: «A la hora de las tres imploren mi misericordia, especialmente por los pecadores; y aunque sea por un brevísimo momento, sumérgete en mi pasión, especialmente en mi desamparo en momento de agonía. Esta es la hora de gran misericordia para el mundo entero. Te permitiré entrar dentro de mi tristeza mortal. En esta hora, no le rehusare nada al alma que me lo pida por los méritos de mi pasión».
Además, hoy es sábado, el día de la semana dedicado especialmente a María Santísima a quien mi padre tanto amó. El dolor profundo que sentimos por la pérdida de papá, se queda corto ante el sentido de una inmensa gracia que envuelve el momento, gracia que indudablemente es fruto de toda la vida que recorrió en 85 años de la mano de Dios y bajo la sombra de su infinita misericordia, especialmente con su testimonio de fe y de perseverancia en medio del sufrimiento de sus últimos días. La vida de don Alfredo —esa vida que «no se acaba, solo se transforma» (Prefacio I de difuntos)—, libre ya de las trabas del tiempo y del espacio, puede alzarse ahora, vigorosa como el fuego, y atravesar la muralla de la muerte. Se cumple lo que dice la Escritura: «los que confían en el Señor conocerán la verdad y los fieles permanecerán con él en el amor» (Sab 3,9). Sí, hoy, en la continuación del funeral de papá que ayer ha iniciado, y en el que hemos visto, sobre todo en la Misa e anoche, cuanta gente lo quiso, en medio del dolor de la separación cantamos a la vida, porque hay motivos para hacerlo. Ante la enfermedad de papá, agravada y muy complicada en estos últimos días, hemos cantado a la vida, le hemos dado tiempo y dedicación. Muchos se habían anotado para estar a su lado en el hospital y no dejarlo solo. En estos días, cuando la llama parecía apagarse, muchos estábamos a su lado de guardia permanente de cerca con la presencia física y de lejos con la oración que nos acercaba a más y más. ¡Bendita tecnología! Me permitió hablarle a papá, darle la bendición en las vísperas del día de su muerte desde lejos a aquel que muchas veces me había bendecido para iniciar algún viaje misionero, un viaje como uno de tantos que hicimos con él y mi madre, Lalo mi hermano y yo.
Yo creo que a nadie nos gusta tener a nuestros familiares enfermos, pero a la larga, y creo que así lo podemos decir, es para nosotros una experiencia importante, y una experiencia que nos hace ver nuestra miseria y esa «miseria al servicio de la misericordia», como decía la beata, nos hace dar todo lo que tenemos. Nos hace palpar qué quiere decir ser persona. Nos hace ver que el hombre no será nunca dueño de la vida porque la vida es de Dios y estamos en sus manos. Esto, desde el plano humano, cuesta aceptarlo, pero, es la clave del misterio de la muerte. Es entonces cuando se entienden las palabras del salmo responsorial de hoy (Sal 104 [105]) que me han dado la clave para esta larga y mal entretejida reflexión y que ahora, para terminar, cito textualmente: «Aclamen al Señor y denle gracias, relaten sus prodigios a los pueblos. Entonen en su honor himnos y cantos celebren sus portentos. Del nombre del Señor enorgullézcanse, y siéntase feliz el que lo busca. Recurran al Señor y a su poder y a su presencia acudan». Papá está siendo velado en las Capillas Marianas (Gayoso) y en la sala dedicada a Nuestra Señora de Lourdes. No es casualidad que el cuerpo de este santo varón que convivió con la enfermedad, a veces silenciosa y otras veces con tanto ruido como en sus últimos días, esté tan cobijado por la presencia de María. El ataúd de papá está cerrado porque él así lo pidió, pero dentro, está el hombre sencillo, humilde, generoso, el hombre que siempre se supo pobre para recibir las gracias que Dios da y el cariño de todos, y rico para compartir todo, sea lo material o lo espiritual que Dios le había dado. Que la Virgen, a la que confiamos papá pueda ahora, por la infinita misericordia de Dios, ver y tocar, nos acompañe a todos nosotros que quedamos en este mundo, mientras caminamos «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas» también hacia aquella realidad donde la muerte ha sido aniquilada y ya no existen las lágrimas. Dale Señor el descanso eterno y brille para él, la luz perpetua. Descanse en paz, así sea. El alma de mi padre, don Alfredo Leonel Delgado Laurel y el alma de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
P.D. Ustedes perdonarán que hoy sí, hoy sí las páginas no me alcanzan para seguir escribiendo. Gracias, gracias a todos, en nombre de mamá, de mi hermano y su familia y de un servidor. No tenemos palabras para agradecer la cercanía de tantos a nuestras vidas gracias a papá y al legado que nos deja.
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