Hoy miércoles es el último día del Triduo de Misas por el eterno descanso de mi padre y, esta mañana, viene a mi mente una pequeña frase que se le atribuye a San Agustín y que dice así: «Una lágrima se evapora, una flor sobre mi tumba se marchita, más una oración por mi alma la recoge Dios». Lo que constituye el núcleo de la esperanza de todo discípulo–misionero de Cristo está presente en cada Eucaristía. En el Triduo de Misas por nuestros difuntos, los católicos anunciamos la muerte del Señor Jesús y celebramos su resurrección esperando su vuelta situándonos en el punto de paso entre nuestro mundo y el Reino de amor y de felicidad que es la tierra prometida de todos los que pasan por Cristo. Son tres Misas porque evocan que Cristo resucitó al tercer día y como anhelamos la resurrección de nuestros difuntos, los encomendamos así. El mismo Cristo nos da invita a celebrar nuestra fe y nos llena de consuelo ante la pérdida de un ser: «Yo soy la puert» (Jn 10,9), «nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Cristo presente en la Eucaristía reune a todos aquellos que están aún de camino en la tierra y reconocen en él a su Salvador, el camino a la verdad y la vida. Pero el Cristo que nos recibe en la Eucaristía está también en comunión con todos aquellos que ya han dejado este mundo hacia el Padre...
Retomo este escrito que empecé esta mañana en que me habló mi prima Melvita y «me lancé» —como dice la gente joven— al hospital porque mi sobrinito José Adrián se puso muy grave. Ahora regreso cuando ya él, a las 3 de la tarde, ha sido llamado a la Casa del Padre. Descanse en paz este pequeño guerrero que ha ido al cielo a recoger su corona (cf. 1 Cor 9,25), bueno, en este caso más bien «su copa de campeón», pues a este chiquillo le fascinaba el futbol. De hecho se puede decir que prácticamente espera que llegara su ídolo André-Pierre Gignac, porque unos cuantos minutos después de que André entrara a verlo, dejó de respirar en este mundo para emprender la carrera al cielo. A la luz de este acontecimiento, que se une al último día el Triduo de la misa de mi papá, leo el salmo 102 [103] y dejo al salmista que diga: «Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice al Señor, alma mía, y no te olvides de sus beneficios. El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura y me quedo en silencio unos momentos.
Miro el Evangelio de hoy y Con Jesús repito esa sencilla y breve acción de gracias: «¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien» (Mt 11,25-27). Pienso en papá con sus intensos sufrimientos de los últimos meses, él, que tanto le pedía a Dios por José Adrián; y pienso también en el chiquillo inquieto que amaba la vida en medio del dolor causado por un cáncer que lo acompañó cuatro años y cinco meses y me doy cuenta de que las personas sencillas, las de corazón humilde, como el de este anciano y este pequeñito, son las que saben entender los signos de la cercanía de Dios. Lo afirma Jesús, por una parte, dolorido, y por otra, lleno de alegría. Cuántas veces aparece en la Sagrada Escritura esta convicción. A Dios no lo descubren los sabios y los poderosos, porque están demasiado llenos de sí mismos. Sino los débiles, los que tienen un corazón sin demasiadas complicaciones. Entre «estas cosas» que no entienden los sabios está, sobre todo, quién es Jesús y quién es el Padre a quien de alguna manera todos anhelamos ver. Pero la presencia de Jesús en nuestra historia sólo la alcanzan a conocer los sencillos, aquellos a los que Dios se lo revela y doy gracias por el don de la vida de don Alfredo Leonel y del pequeño José Adrián. Seguro que, en su sencillez, estarán los dos uno, abrazando a María y el otro, sentado en su regazo luego de haber dejado este mundo por el que la oración de la Salve nos dice que hemos de pasar como por un valle de lágrimas. Descansen en paz papá y José Adrián. Mis condolencias Francisco, Melva, Frank y David. ¡Bendecido atardecer del miércoles!
Padre Alfredo.
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