miércoles, 31 de julio de 2019

«Como una perla fina»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todo discípulo–misionero sabe que no está abandonado a la merced de la casualidad ciega y oscura, ni abocado a la incertidumbre de su libertad, ni dependiente de las decisiones de otro, ni dominado por las vicisitudes de la historia en el diario vivir. Sabe que, por encima de toda realidad terrena, está el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia que lo cuida y acompaña siempre. Este Dios, nuestro Dios que es el único Dios, es presentado hoy en el salmo responsorial (98 [99]) con el calificativo de paciente (versículo 8) y Santo. De hecho, el salmista subraya la santidad de Dios en tres ocasiones en las que en el salmo se repite —como en forma de antífona— que Dios es «santo» (versículos 3.5.9). El término indica, en el lenguaje bíblico, sobretodo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y está infinitamente por encima de cualquier otra criatura. Esta trascendencia, sin embargo, no hace de él un soberano impasible y extraño, ya que cada vez que lo invocamos responde (cf. versículo 6). Dios es quien puede salvar, el único que puede liberar a la humanidad del mal y de la muerte. 

Este profundo lazo entre «santidad» y cercanía de Dios es desarrollado a lo largo de este salmo del que la liturgia de la Palabra de hoy nos ofrece un fragmento en el que después de haber contemplado la perfección absoluta del Señor, el salmista recuerda que Dios estaba en contacto continuo con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como con Samuel, su profeta. Dios hablaba y era escuchado, castigaba los delitos, pero también perdonaba haciendo alarde de su misericordia. El Dios santo e invisible se hacía —nos recuerda el salmista— disponible a su pueblo a través de Moisés el legislador, de Aarón el sacerdote y de Samuel el profeta. Sabemos, por los demás libros sagrados del Antiguo Testamento, que Dios solía revelarse en palabras y hechos de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión a través del culto celebrado en el templo. Desde nuestra condición de discípulos–misioneros, sabemos ahora que Dios se ha hecho presente entre nosotros sobretodo en su Hijo, que se ha hecho uno de nosotros para infundir en todo aquel que quiera amarlo y seguirlo su vida y santidad. Por este motivo, ahora no nos acercamos a Dios con la pavura que lo hacían los antepasados en aquellos tiempos, sino con confianza. Tenemos en Cristo al sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. El «puede salvar perfectamente a los que por él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder a su favor» (Hb 7,25). 

Nuestro canto, entonces junto al salmista, es un canto de alegría al haber encontrado en Dios una especie de tesoro o algo así como una perla fina (Mt 13,44-46), cuestión que nos llena de serenidad y de alegría y nos hace ver y experimentar la presencia del Señor en nuestras vidas como rey que mora entre nosotros, enjugando las lágrimas de nuestros ojos (Cf. Ap 21,3-4) y dándole sentido a la vida. Muchos creyentes, hombres y mujeres de fe, tenemos la suerte de poder agradecer a Dios el don de la fe y de haber descubierto en una determinada vocación el camino que Dios nos ha destinado al habernos encontrado con Cristo Jesús, como san Pablo cerca de Damasco, o como san Mateo cuando estaba sentado a su mesa de impuestos, o como los pescadores del lago que oyeron la invitación de Jesús y hemos encontrado la alegría y el pleno sentido de la vida ya sea en la vida religiosa o en el ministerio sacerdotal o en una vida cristiana comprometida y vivida con coherencia, para bien de los demás. Las parábolas del tesoro y de la perla escondida que nos presenta el Evangelio de hoy, contienen una misma enseñanza: que el compromiso total que exige el reino no se hace por un esfuerzo de voluntad, sino llevados por la alegría de haber descubierto un valor insospechado e incomparable en Dios que no nos abandona nunca y por eso ante Él nos postramos. Que la santísima Virgen María y san Ignacio de Loyola a quien hoy celebramos, nos ayuden a discernir y ver con claridad lo que el mensaje de la liturgia de la Palabra de hoy nos quiere dar. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

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