Es común en la literatura de los salmos, presentar la muerte como una inundación de aguas que se lleva a los vivientes, porque se concebía la región de los muertos —el seol— debajo de la tierra y aun debajo del fondo de los mares; en este supuesto, las olas son los proveedores naturales de la región de las sombras. El autor sagrado, en el fragmento del salmo 68 [69]) que hoy tenemos como salmo responsorial, se considera, pues, a las puertas de la muerte, porque las aguas han entrado hasta el alma, hasta lo más profundo de su ser. El salmo completo es muy largo, tiene 37 versículos de los cuales la liturgia del día de hoy toma unos cuantos y nos presenta al autor como ahogado por la inundación de calamidades que sobre él han caído y, con otra metáfora, expresa su inseguridad: se halla como el que en terreno cenagoso no puede hacer pie y es arrastrado por la corriente. Es tan angustiosa la situación del salmista, que no le queda sino clamar al Omnipotente, que es el único que le puede salvar: «Escúchame conforme a tu clemencia, Dios fiel en el socorro». La Sagrada Escritura nos dice que el Dios todopoderoso escucha las oraciones de los afligidos. Dios les ayuda en su caminar, da aliento a su espíritu y alimenta sus esperanzas cada día. Él no se olvida nunca de los que están abatidos de corazón, sino que cuida de cada uno de ellos, sin importar su necesidad y donde ellos se encuentren, porque el Dios de los ejércitos vela por todos, porque todos los que confían en Él son bienaventurados, porque el Señor cuida de sus hijos y les defiende, porque Dios es el consuelo del alma que está afligida.
El fragmento de este salmo 68 [69] con el que hoy oramos, me hace ver que la esperanza de todo discípulo–misionero ha de estar puesta en las manos de Dios, porque hay muchas que acontecen en nuestras vidas que humanamente no entendemos y necesitamos los ojos de la fe. Pero cuánta gente hay en nuestros días que se encierra en sí misma, que piensa que lo sabe todo y que tiene una explicación para cada cosa que sucede a nuestro alrededor. Por ello hoy para muchos resulta difícil dejarse sorprender de verdad por la salvación que Jesús ofrece y no dejan que la Palabra llegue hasta lo más profundo del corazón. Junto a esto veo el Evangelio de hoy, que menciona tres ciudades del entorno del lago de Genesaret: Corozaín, Betsaida (la patria de Pedro y Andrés) y Cafarnaúm, lugares que el año pasado tuve la oportunidad de conocer. Jesús maldice a estas ciudades porque, a pesar de los signos que ha realizado en ellas, no se han convertido (Mt 11, 20-24). Es curioso, pero ninguna de estas ciudades existe en la actualidad, mientras que la pagana Tiberíades, también en la ribera del mismo lago, goza de pujanza debido al turismo y es en la actualidad el lugar de vacaciones más popular de la parte norte de Israel. De las tres ciudades mencionadas, se conservan sólo algunas ruinas que los arqueólogos van poco a poco sacando a la luz.
Visitando los restos de Cafarnaúm, recuerdo que resonaban en mi corazón estas duras palabras de Jesús que el padre Fernando leía en voz alta y las sentía casi como un reproche dirigido a los lugares (personas, comunidad, pueblos) en los que él sigue haciendo muchos signos y, sin embargo, no responden con alegría. Pensaba en esas comunidades apagadas, como exánimes que a veces en mi vida misionera me ha tocado ver. Cuando uno no agradece el don recibido, cuando no lo cultiva, cuando lo interpreta como una carga pesada, no se hace merecedor de él. Siento ahora nuevamente esa llamada fuerte a agradecer al Señor el haberme insertado en una familia de sangre y en una familia espiritual cargadas de amor a la Palabra para buscar cómo hacerla vida. Hoy que celebramos a la Virgen del Carmen, le pido a María Santísima que no me haga olvidar nunca el agradecer todo lo que he recibido y que me hace confiar en el Señor cuando llegan los momentos de aflicción por los que todos pasamos. ¡Bendecido martes bajo la tierna mirada de Nuestra Señora del Carmen!
Padre Alfredo.
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