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Por eso la piedad cristiana, y sobre todo la piedad judía, lo han convertido en el salmo por excelencia. Los judíos rezan este salmo dos veces al día: al final de la plegaria litúrgica de la mañana (shaharit) y al inicio de la plegaria litúrgica del mediodía (minhah). Hay quienes, sencillamente, lo han calificado de «colección de jaculatorias»; de hecho, muchos de sus versículos, tienen sentido por sí mismos y pueden ser utilizados como breve oración personal a lo largo de nuestra jornada cotidiana. La liturgia de las horas reserva este salmo para el Oficio de lectura del domingo de la III semana y también para las Vísperas del viernes de la IV semana. La divinidad y la realeza de Dios se manifiestan en la resurrección de Jesús, ante la cual surge la acción de gracias confiada de la comunidad cristiana que se une a la alabanza de toda la creación. Me he querido detener hoy en la explicación de este salmo porque leer sus 21 versículos como oración del día es una delicia y hoy, que es domingo, tal vez haya un tiempo para leerlo y meditarlo serenamente, especialmente este día en que el Evangelio (Jn 13,31-33.34-35) no encuentra mejor expresión para que Jesús manifieste toda su ternura a sus discípulos–misioneros. Él, que cuando hablaba a su Padre le decía: «Abba» (papito querido), llama a sus discípulos: «hijitos».
Este día, no encuentra el Señor palabras más adecuadas para expresar la profundidad y fuerza de sus relaciones y sentimientos con los suyos, porque él está siempre lleno de compasión y misericordia. No podía Jesús mandarnos amar, si no hubiera dejado en claro que, con su compasión y misericordia, nos ha amado él primero. Ni nos podría exigir el amor, si no nos diera antes la capacidad para realizarlo. ¿Cómo podríamos nosotros amar con un corazón de piedra? Sólo Dios puede cambiar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Dios, con la liturgia de la palabra de este domingo, nos capacita para amar amándonos. Al discípulo–misionero, en medio de este mundo desgarrado por las guerras, las envidias, las rivalidades; en este mundo tan golpeado por el consumismo, el relativismo y el materialismo, no se le reconocerá sólo por sus rezos, sus leyes, sus dogmas, sus ritos, sino por la vivencia de su compasión y misericordia al estilo de su Maestro. Un auténtico católico de nuestros días y de siempre, no será el más sabio, el más piadoso, el más mortificado, el más influyente, sino el que más ama con compasión y misericordia. Ese estilo de amor es nuestra marca viva, es nuestra pasión. Y si hacemos la señal de la cruz para identificarnos, es porque la cruz es el signo del amor más grande, el verdadero amor cristiano. « No hay palabras para explicar esto —decía la beata María Inés Teresa—, ni para razonar con ellas, únicamente hay abundancia de lágrimas para sentirlo, para agradecerlo, para gustarlo, para tratar de derramarlo por el mundo entero» (Ejercicios Espirituales de 1962), por eso, con el salmista y de la mano de María, que entre sus títulos tiene el de «Virgen Misericordiosa», cantamos con el salmista: «Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya». ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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