Vivimos en la era de la tecnología y donde todo se realiza de una manera rápida, la comunicación ya no es ninguna barrera; en unos cuantos minutos cambiamos de residencia como ir a la casa de alguien en la misma ciudad. ¡Yo ya estoy en Monterrey de cambio! Vivimos en la era de las sorprendentes aplicaciones y donde los aparatos electrónicos están comenzando a ser quizás más inteligentes —según los nombres que se les han dado— que los mismos inventores; en otras palabras, la vida se ha vuelto hasta cierto punto más fácil, porque se nos ha acomodado llevándonos a grandes avances hace unos cuantos años inimaginables, pero estos avances, tal vez nos han vuelto más distraídos y menos interesados en la vida interior y en el afán por la búsqueda de Dios. Esto ha causado el brote de ansiedad que está haciendo estragos en la vida de muchos. Viendo el panorama en que vivimos, solo se puede concluir en que los seres humanos han comenzado a ignorar la presencia de Dios en la vida y, dedicados a vivir egoístamente, han perdido la belleza de vivir a la sorpresa de Dios, asombrados y sorprendidos más bien por los ídolos que aprisionan y esclavizan, ignorando que Dios está buscando sorprendernos cada mañana, cada día y cada momento, como el que he vivido en este precioso amanecer gozando del silencio de un nuevo día.
El salmista de hoy, que nos ofrece, para reflexionar, el salmo 30 [31]. El escritor sagrado es un hombre muy positivo que se deja sorprender por Dios y se siente cautivado por él: «Sé tú, Señor, mi fortaleza y mi refugio, la muralla que me salve... por tu nombre, dirígeme y guíame. En tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal, me librarás. En ti, Señor, deposito mi confianza y tu misericordia me llenará de alegría... sálvame, por tu misericordia; cuídame, Señor...» Ayer el Santo Padre, en su viaje a Bulgaria y Macedonia del Norte, decía que necesitamos ver con los ojos de la fe, y recordando a San Juan XXIII, en la Iglesia de San Miguel Arcángel de Rakovsky, en Bulgaria, expresó: «Quiero recordar las palabras del “Papa bueno”, que supo sintonizar su corazón con el del Señor de tal manera que decía que no estaba de acuerdo con aquellos que sólo veían el mal a su alrededor y los llamó profetas de calamidades. Para él, había que confiar en la Providencia, que nos acompaña continuamente y, en medio de las adversidades, es capaz de darle cumplimiento a planes superiores e inesperados (cf. Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11 octubre 1962)». Hoy he amanecido preguntándome: ¿Por qué no nos dejamos sorprender por Dios? ¿Por qué no nos dejamos conducir por el Dios que viene a nuestro encuentro a cada momento?
En el Evangelio de hoy, Jesús es interrogado por aquellos que no saben vivir a la sorpresa de Dios (Jn 6,30-35): «¿Qué señal vas a realizar tú, para que la veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras?» Y digo: ¿Por qué no podemos —atrapados quizá por tanta tecnología— dejarnos llevar por el Señor y sorprendernos con lo sencillo que ocurre cada día en nuestras vidas? Seguimos pidiendo y esperando minucias, milagritos diarios, sin darnos cuenta que Jesús ofrece algo mucho más importante: se ofrece a sí mismo y nos ofrece una vida en plenitud. Y cada día nos da pequeños —o grandes— signos para recordárnoslo, lo que pasa es que muchas veces nos pasan desapercibidos, no los distinguimos porque no cuadran con nuestras expectativas, porque vivimos muy de carrera, porque estamos demasiado en lo nuestro, porque nos falta sensibilidad... Seguimos esperando el maná del desierto y no reconocemos al Pan de Vida en la vida ordinaria. Estos días, antes de iniciar las tareas a las que he sido destinado en mi nuevo destino que es esta ciudad de Monterrey, pasaré unos días con mis padres —creo que todos comprendemos que es necesario hacer de vez en cuando un alto para descansar (cf. Mc 6,31)— y desde ayer he querido llegar a casa con esta actitud de «dejarme sorprender por el Señor». Así quiero vivir estos días, sin el ajetreo de siempre, sin los ruidos de dentro y de fuera, sin las prisas de esta otra selva de cemento a la que llego, abriéndome a la novedad de Cristo sin pedir signos inútiles. En una ocasión, el Papa Francisco hablando de esto decía: «Déjense sorprender por Dios, no le tengan miedo a las sorpresas que mueven el piso... hay que pensar bien, sentir bien y hacer bien. Y para ser sabios, hay que dejarse sorprender por el amor de Dios» (cf. Mensaje de S.S. Francisco, 18 de enero de 2015). Así quiero vivir estos días. Hoy es martes y durante más de un año, se llegaba para mí el gozo de ir a confesar a la Basílica de Guadalupe y encontrarme con la Morenita del Tepeyac a la que hoy, este martes diferente, contemplo en mi corazón y en el bello rostro de ella que está en la sala de la casa y la veo como la mujer que supo vivir a la sorpresa de Dios y me invita a hacer eso mismo. Así quiero vivir: «A la sorpresa de Dios». ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario