Gracias a los cientos de kilómetros recorridos, a pie, quizá a caballo o en burro y en embarcaciones de la época, la Fe se fue enraizando en una tierra concreta, en comunidades humanas y en sus culturas, en grupos humanos del tiempo de Pablo, Bernabé y tantos más de los que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles que estamos leyendo de manera continuada en este tiempo de Pascua. Pablo y Bernabé no se contentaban con anunciar el evangelio. En un segundo tiempo, algunos años después de sus viajes de ida, vuelven, fundan comunidades estructuradas y designan a «ancianos» para jefes de las mismas. El término «anciano» traduce el término griego «presbitre» del que vino más tarde la palabra «presbítero». La propia Fe, nos enseña este libro en la liturgia de la palabra del día de hoy (Hch 14,19-28), no puede vivirse individualmente. Es necesario vivirla en Iglesia, con otros. Al pasar por cada comunidad, los Apóstoles y aquellos primeros misioneros que les acompañaban, reafirmaban en la fe a los hermanos, exhortándoles a perseverar en la fe, «diciéndoles que hay que pasar muchas cosas para entrar en el Reino de Dios». Iban nombrando presbíteros o responsables locales, orando sobre ellos, ayunando y encomendándolos al Señor.
Por eso el salmo que la Iglesia nos propone para orar hoy, como salmo responsorial es un salmo consecuentemente «misionero» y entusiasta: «que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas» (Sal 144 [145]). ¡Cuánto tenemos que aprender de aquel entusiasmo del salmista y de los primeros cristianos para quienes este tipo de salmos representaban palabras de aliento para su recia perseverancia, su fidelidad a Cristo y su decisión en seguir dando testimonio de él en medio de un mundo distraído como el nuestro! Dice el salmista: «Que mis labios alaben al Señor, que todos los seres lo bendigan ahora y para siempre» (Sal 144 [145],20). Por eso, hay en la liturgia de hoy una lección muy especial. Los primeros cristianos se sentían, no francotiradores que van por su cuenta —como muchos hermanitos de esos que vemos de casa en casa atacando a la Iglesia y hablando mal de la Virgen, del Papa y de los santos—, sino enviados por la comunidad, a la que dan cuentas de su actuación. Se sienten corresponsables con los demás. Y la comunidad también actúa con decoro, escuchando y aprobando este informe que abre caminos nuevos de evangelización más universal. Si en el ámbito de una parroquia, o de una comunidad religiosa, o de una diócesis, tuviéramos este sentido de corresponsabilidad, tanto por parte de los pastores y agentes de la animación como por parte de la comunidad, ciertamente saldría ganando una más eficaz evangelización en todos los niveles. Por eso la preocupación del Papa Francisco de que tengamos una Iglesia de puertas abiertas.
Hoy, al leer esto cabe preguntarnos: ¿Comparto yo mi fe con otras personas? o bien, ¿la vivo solo? ¿Qué sentido tiene para mí la Iglesia? ¿Cómo participo de la vida de la comunidad local? ¿Conozco quién es mi obispo y rezo por él? ¿Pido por mi párroco y sus vicarios si los hay? ¿Observo que hay comunidades de religiosos o religiosas y se identificarlos? Así, sólo así, conociendo y valorando nuestra Iglesia, es como podemos tener comunidades fuertes y firmes en la fe. La consigna de Jesús es clara en el evangelio de hoy (Jn 14,27-31): «No pierdan la paz ni se acobarden... Es necesario que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo exactamente lo que el Padre me ha mandado». También ahora necesitamos esta fuerza. Porque puede haber, en nuestro ser y quehacer como discípulos–misioneros, tormentas y desasosiegos más o menos graves en nuestra vida personal o comunitaria y sólo nos puede ayudar a recuperar la verdadera serenidad interior la conciencia de que Jesús está presente en nuestra vida y quiere que todos le conozcan y le amen: «yo estoy con ustedes todos los días», «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo», «lo que hicieron a uno de estos pequeños, a mí me lo hicieron»... La presencia del Señor sigue siendo misteriosa y sólo se entiende a partir de su ida al Padre, de su existencia pascual de Resucitado: «Me voy, pero volveré a su lado». Que la Virgen María, como acompañó a aquellos primeros cristianos llenándolos de fuerza y amor al Señor, nos acompañe en nuestro compromiso misionero de hoy para que nadie nos arrebate la alegría de vivir para Cristo y lo podamos seguir dando a los demás. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
El apóstol Pablo como misionero recorrió muchos kilómetros de diversas formas, pero nunca dijo en ninguna de sus cartas (epístolas) que fuera acompañado o protegido por la presencia de Maria ? Los evangelista si mencionan a Maria en los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan pero, Pablo no ¿ sería un misterio que Pablo el gran apóstol de las naciones no hiciera ningún comentario sobre Maria ?
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