Los salmos son escritos que no nacieron de un día para el otro ya coleccionados, sino piezas poéticas que fueron aglutinándose conforme al uso (el culto, la coronación del rey, la boda real, un nacimiento, una muerte, etc.), conforme al prestigio de sus autores o compiladores (hay salmos atribuidos directamente a David, y otros a la escuela de Córaj, o a la de Asaf, o incluso uno a Salomón) y conforme al género musical (hay salmos rotulados como de un género musical u otro, rótulos que a veces son indescifrables para nosotros). Todo ese conjunto de piezas, que más o menos habría adquirido una cierta unidad estable hacia la época en que se tradujo la versión de los LXX, fue recogido en esta especie de colección de 150 poemas. Nadie sabe si los enumeró el traductor griego; Tal vez por él o por quien haya sido, se hizo con la idea de dividir la colección en 150 piezas para sentar la imagen, muy atrayente, de un número redondo, y que hasta podía convertirse en evocativo. Los números, y sobre todo la simetría numérica, eran para los judíos algo muy significativo. El 15, en hebreo —no en griego— es un numero «sacro», porque se debería formar con la iod y la he, que son las letras iniciales de Yahvé —precisamente por eso los judíos no escriben el 15 como 10+5, es decir iod + he, sino como 9+6 -tet+vav-, para evitar blasfemar sin querer—. Tal vez a quien tradujo le atrajo el número simplemente redondo de 150, pero que una vez sentado pudo evocar esa representación del 15 sobreabundante.
De entre esa enorme y bella colección, la liturgia toma hoy el salmo 137 [138]. Un salmo de acción de gracias en el que el salmista agradece al Señor que lo ha librado en su aflicción y lo ha renovado en sus fuerzas interiores para seguir en la batalla de la vida. Gracias a sus acentos tan llenos de confianza, la Iglesia canta con él las grandes hazañas realizadas por Dios en su favor, las cuales superan con mucho a las realizadas en la antigüedad con el Pueblo de Israel. Con la misma confianza del salmista, agradecemos ahora nosotros en este tiempo pascual a Jesús, «que está siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hb 7,25). Llenos de gratitud y confianza, a unos días de celebrar la fiesta de la ascensión del Señor, le pedimos que no abandone la obra de sus manos, sino que la lleve a plenitud en todos y en cada uno de nosotros y en la creación entera. Aparentemente, en la perícopa evangélica de hoy (Jn 16,5-11) Cristo abandona a sus apóstoles. Pero Cristo afirma que su partida está cargada de sentido: El vuelve al Padre (Jn 14, 2, 3, 12; 16, 5), porque su misión ha terminado y el espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14, 26; 15, 26). Jesús compara la misión del Espíritu con la suya; en efecto, no se trata de creer que desde la ascensión ha terminado el reino de Cristo, que ha abandonado la obra que ha hecho en sus seguidores y que ha sido reemplazado por el del Espíritu. Cristo nunca nos ha abandonado, por eso le damos gracias. Lo que ha terminado es el modo de vida terrestre de Cristo, que oculta al Espíritu y el modo de vida del que Él se beneficiará después de su resurrección y que no será ya perceptible por los sentidos, sino solamente por la fe: un modo de vida «transformado por el Espíritu» (Jn 7, 37-39) que hemos de agradecer siempre.
Volvemos a encontrar en el Evangelio de hoy ese deseo de Cristo resucitado, que busca convencer a sus apóstoles de que no busquen ya una presencia física, sino que descubran en la fe la presencia «espiritual» —entendiendo aquí espiritual no solamente como opuesto a físico, sino designando verdaderamente el mundo nuevo animado por Dios; cf. Ez 37, 11-14-20; 39, 28-29—. Hoy es un buen día para agradecer que no estamos solos, que tenemos en nosotros, en cada uno de nosotros, en la realidad de nuestra vida personal, el don, la presencia, la fuerza del Espíritu. Este es un buen día para agradecer el don del Espíritu que nos ha sido dado para ser testigos de Jesucristo. Nuestra oración de hoy, con ayuda de María, ha de ser una oración de gratitud por esta venida a nosotros del Espíritu de Jesús, del Espíritu de Dios que llegará el día de Pentecostés para que fecunde nuestra vida de cada día. Justo es que demos gracias a Dios por la salvación recibida. Salvación corporal de los apóstoles; salvación espiritual del carcelero y su familia en la primera lectura (Hch 16,22-34) y lo hacemos con el Salmo responsorial que podemos orar no sólo en Misa sino en la quietud de nuestro cuarto o en el Templo al calor de la presencia de Jesús en la Eucaristía. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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