La resurrección de Cristo es un hecho que ha fijado a nuestra vida una meta de esperanza. En Jerusalén está Pedro —dice hoy la primera lectura de la Misa (Hechos 15,1-6). Allí se dirigen también Pablo y Bernabé para que con los demás apóstoles y ancianos determinen lo que se ha de hacer en una cuestión «judaizante» muy importante. Nosotros vamos con ellos cantando el Salmo 121 [122]: «¡Qué alegría sentí, cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”! Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos, delante de tus puertas. A ti, Jerusalén, suben las tribus, las tribus del Señor, según lo que a Israel se le ha ordenado, para alabar el nombre del Señor». Todo este júbilo ha pasado a la Iglesia, a su jerarquía, a Pedro, cabeza del Colegio apostólico y a todos, porque Jerusalén representa el «centro de operaciones de aquella Iglesia incipiente pero llena de fe y confianza en el Señor». El asunto a tratar era peliagudo, una cuestión que pedía discernimiento sin precipitarse. Así lo entendieron los responsables, un tanto perplejos. Desde su punto de vista, actuaron con intención de no abrir heridas y de cicatrizar las ya existentes. La verdad y la paz debían darse unidas: «Por el amor que tengo a mis hermanos, voy a decir: “La paz esté contigo”». Entonces y ahora, en todas las comunidades, los creyentes formamos un cuerpo que busca vivir en paz y transmitirla, y todos estamos unidos a Cristo, Vid verdadera que nos nutre y da vida como a sus sarmientos, y siempre debemos, por lo tanto, fomentar la unidad cordial, fraterna, en la verdad sincera conservando la paz.
A veces resulta difícil en la historia humana discernir lo que es esencial e intocable en una tradición y lo que es transitorio, accidental, caduco. La vida de los creyentes es dinámica, evolutiva. Tiene su orden y sus claves, pero cuesta descubrirlas con claridad y seguirlas. Situémonos hoy en la realidad judía. En su tradición religiosa, que fue el ámbito en el que surgía la religión cristiana, había doctrina, templo, ritos, sacramentos; y la circuncisión era su signo de identidad religiosa. Ese signo, sello de identidad, ¿podía y debía ser sustituido por signos y sacramentos nuevos, propios de la religión e Iglesia naciente de Cristo? Los fariseos, que eran judíos, pedían continuidad. Los gentiles, que apenas iban adhiriéndose a la fe con Pablo y Bernabé, pedían el acceso directo de las gentes al cristianismo, sin pasar por signos judaicos veterotestamentarios, como era ese de la circuncisión. Para resolver la cuestión se reunió el primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén. Hasta nuestros días, para resolver algunos asuntos de suma trascendencia, la Iglesia se reúne en concilios, sínodos, asambleas... a la luz de la alegoría de Cristo Vid, cuyos sarmientos, que somos nosotros, tenemos vida en su vida, fruto en su savia, luz en su revelación. Bien decía la beata María Inés en una carta a su hermana Teresa: «Trabajaré con tino y prudencia para que todos los corazones se amen entre sí, procurando ser yo para todos un ángel de Paz».
El Evangelio nos presenta hoy la alegoría de la vid (Jn, 15,1-8) para explicarnos hasta qué punto le necesitamos a Él como alma de nuestra vida. El sarmiento que no está unido a la vid no puede dar fruto. Se seca, pierde la paz, hay que cortarlo. De igual modo nosotros si no estamos unidos a Jesucristo, tampoco podemos dar fruto. Nuestro fruto consiste en haber descubierto el verdadero sentido de la vida. Nuestro fruto significa ser personas que viven en paz con serenidad, esperanza, alegría, fortaleza en medio de las dificultades unidos al Papa, el vicario de Cristo en la tierra que convoca a la Iglesia a subir a la Jerusalén celestial como una familia en la fe. A la luz del salmo de hoy y de las lecturas, yo entiendo que debemos ser personas, discípulos–misioneros capaces de ayudar a los demás, sostenerlos, darles seguridad. Para vivir así necesitamos de Cristo. Y nos unimos a Él como el sarmiento a la vid por medio de la vida de gracia: la Eucaristía, la oración, la lectura y la reflexión de la Palabra de Dios. Qué María, la Reina de la paz, que vivía en aquellos días siempre cercana a los Apóstoles nos ayude. Yo cierro mi reflexión de hoy con la última frase del salmo responsorial: «Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes». ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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