Desde que somos pequeños, casi todos los cristianos—sobre todo los que hemos sido educados en la fe de la Iglesia— aprendemos que Dios creó todas las cosas y en ellas dejó sus huellas. Vamos creciendo, nuestra fe se va solidificando y aquello va penetrando en el fondo del alma. Nosotros, como discípulos–misioneros, lo reconocemos y por eso el salmista, con el salmo 148, invita hoy, a toda la creación, a rendirle al Señor una alabanza agradecida porque Él es Dios. Taciano — escritor cristiano del siglo II, discípulo de san Justino— dice así: «La obra que por amor mío fue hecha por Dios no la quiero adorar. El sol y la luna hechos por causa nuestra; luego, ¿cómo voy a adorar a los que están a mi servicio? Y ¿cómo voy a declarar por dioses a la leña y a las piedras? Porque al mismo espíritu que penetra la materia, siendo como es inferior al espíritu divino, y asimilado como está a la materia, no se le debe honrar a par del Dios perfecto. Tampoco debemos pretender ganar por regalos al Dios que no tiene nombre; pues el que de nada necesita, no debe ser por nosotros rebajado a la condición de un menesteroso» (Discurso contra los griegos 4).
El día de hoy habría que preguntarnos si de veras seguimos a Dios o si lo buscamos por las cosas que nos da, por los problemas que nos pueda resolver o porque dicen que da buena suerte. Si queremos convertir al mundo, evangelizándolo, es preciso que cada uno de los cristianos alabemos al Señor movidos por el Espíritu. Ni el Espíritu Santo, ni nosotros, que somos discípulos–misioneros, impondremos la verdad; la vamos presentando noblemente y con amor. Los destinatarios de la Palabra que predicamos son aquellos que si la escuchan y la asumen, realizarán la deseada transformación, el cambio, la conversión; y, si la desoyen y se resisten, seguirán viviendo en tinieblas. Las personas reunidas en el Ateneo, oyeron las palabras de Pablo, pero no escucharon su mensaje con apertura de una mente y un corazón que alaban a nuestro Dios. Ese mensaje requería cambio de actitud. Por eso le dijeron: déjalo para otro día; en otra oportunidad seguiremos hablando (Hch 17,15-16. 22-18,1). El discurso es bellísimo, Teología pura, pero nadie o casi nadie hizo caso. San Pablo, probablemente decepcionado, sabiendo que no deseaban un nuevo encuentro, se marchó hacia Corinto. Él había sembrado, pero la semilla cayó en un pedregal.
¡Cuántas veces la Palabra y la voz del Espíritu rebotan en la roca de nuestra conciencia en vez de penetrar amorosamente en ella... porque le cerramos la puerta!... ¡Hay que abrirla! Es cuestión de ser dóciles al Espíritu Santo, al Espíritu de la verdad. Él nos llevará siempre, si nos dejamos conducir por Él, hasta la verdad plena. Nos anunciará lo que ha de venir. Nos enseñará a leer los signos de los tiempos, a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos de nuestra vida ordinaria, a amar los caminos misteriosos y fascinantes por los cuales conduce al hombre y a la creación entera a la instauración total en Cristo. Pero muchas veces la Palabra y la voz del Espíritu rebotan en nuestra conciencia, como la voz de Pablo rebotó en Atenas, por la dureza del corazón y la mente humanos, ¡en vez de dejarse ganar por el amor a la Verdad, le cierran la puerta! No es fácil cumplir el papel de apóstoles en un mundo egoísta, injusto, pasional, caprichoso, consumista... Ese mundo no está preparado ni quiere prepararse cultural, pedagógica y espiritualmente para ser discípulo misionero. Incluso algunos católicos temen dejar abiertas las ventanas del alma a la Verdad que les comprometa; prefieren vivir en la superficie, casi a la intemperie. ¡Cambiemos de actitud! Experimentemos o revivamos el gozo de ser invadidos por el Espíritu de Dios, como María, como los Apóstoles, como tantos santos en la Iglesia y el amor a los hermanos se acrecentará de manera que le rindamos alabanza al Señor.
Padre Alfredo.
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