sábado, 25 de mayo de 2019

«Alabemos a Dios todos los hombres»... Un pequeño pensamiento para hoy


El origen de la Misión es una llamada de Dios. Por eso el libro de los Hechos presenta siempre al Espíritu Santo como el gran protagonista invisible de la misión. No conocemos los medios exactos por los que los primeros Cristianos reconocían las indicaciones del Espíritu para ir de un lugar a otro. Pero en todo el libro de los Hechos es una constante este protagonismo del Espíritu y la obediencia de los discípulos a su voz. Hoy, en la primera lectura (Hch 16,2-10), la indicación es clara. San Pablo tuvo una revelación, vio una «aparición» de un macedonio, que le rogaba «¡Ven a Macedonia!». Con esta colaboración entre el Espíritu invisible y los Apóstoles visibles, como responsables de la tarea evangelizadora de la Iglesia, sigue extendiéndose por el mundo la fe en Cristo, y el salmo puede así decir con verdad: «Alabemos a Dios todos los hombres». Esa es el ansia que debe estar en el corazón de todo discípulo–misionero, el anhelo de que Dios sea conocido y amado por todos los hombres. Hoy nos queda claro que «ser discípulos–misioneros —como dice el Papa Francisco— es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos» (Papa Francisco, «La Iglesia de la misericordia»). 

Es el Espíritu de Jesús, misterioso pero eficaz agente de toda vida eclesial, quien inspira al Apóstol y a la comunidad cuáles son los lugares y los caminos de la evangelización en cada momento. No podemos erigirnos cada uno en intérpretes de la voluntad de Dios. El discernimiento es comunitario. Y la voz del Espíritu se reconoce en la comunidad sobre todo a través de la enseñanza y decisión de los sucesores de Pedro y los Apóstoles, el Papa y el episcopado mundial, con una participación también notoria —como se ve a lo largo de los Hechos de los apóstoles— de la misma comunidad de discípulos–misioneros que, con entusiasmo y atentos al llamado, se lanzan a la tarea misionera. La beata María Inés Teresa decía que hay que tener siempre presente nuestro ser misioneros «como algo que nos quema, que nos inquieta, que no nos permite reposo alguno mientras haya en el mundo una sola persona que no conozca la luz» (Carta circular 13, periodo 1973-1985). 

Pero ¿quién pide ayuda hoy? ¿Quién está diciendo, con palabras o con gestos, «Ven», como aquel macedonio? No es fácil hacer este discernimiento en un mundo que en el que el apóstol y la comunidad misma se pierden y confunden en más de una ocasión entre tantas voces que se escuchan. Las personas que están siendo excluidas de las llamadas «sociedades del bienestar» y, muy en particular, los ancianos que viven y mueren solos porque ya no interesan a nadie; los inmigrantes que sueñan con encontrar un espacio acogedor, que demuestre con hechos su tradición cristiana, y que a menudo encuentran explotación y marginación; los alejados de la Iglesia que no cesan de hacerse preguntas sobre el sentido de la vida y que estarían dispuestos a «volver» a la comunidad si ésta fuera comprensiva con sus búsquedas y a menudo con sus difíciles situaciones personales; los jóvenes que tienen un sexto sentido para descubrir lo que es valioso y que desearían una propuesta de vida enérgica y actual. Es curioso que nos toque hoy leer, estudiar y meditar un fragmento del evangelio de san Juan que habla de las relaciones del creyente con el mundo (Jn 15,18-21). El «mundo» para el evangelista, inspirado por Dios, es, en este texto, el ambiente que rechaza a Jesús, no el conjunto de los seres creados o la sociedad sin más. El discípulo de Jesús, que vive, como todos, en la sociedad, no participa, sin embargo, de este «mundo» que se rige por criterios contrarios a Jesús y su evangelio. Si Jesús fue perseguido por este «mundo», sus discípulos–misioneros correrán la misma suerte: «El siervo no es superior a su señor —dice Jesús—. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán». Sabemos que hay una persecución contra la Iglesia que es fruto de nuestra incoherencia, de nuestro pecado, o de nuestra incapacidad para conectar con el mundo de hoy. Pero hay otro tipo de persecución que se deriva del choque del evangelio con muchos de los criterios que hoy son vigentes. Esta segunda es un claro signo de autenticidad. Existirá siempre. Tenemos que estar preparados para afrontarla y María, Madre de la Iglesia, camina con nosotros en esta lucha, porque, como dice el salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad nunca se acaba». ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

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