A lo largo de la historia, en el Antiguo Testamento, la promesa de un salvador se enfocaba más y más hacia un rey salvador y hacia el establecimiento de un momento especial en el que Dios establecería su Reino, cumpliendo las promesas hechas a David y llevando a la plenitud la alianza establecida con el pueblo. Esas promesas que hoy leemos en el salmo 2, se han cumplido en Cristo. Él es el portador de la promesa y el centro de nuestras vidas, en él se cumple todo lo que el Señor quería venir a dar a la humanidad: la certeza de saberse amados, elegidos, acompañados por su presencia salvadora. Jesús es nuestro camino, él ha venido a nosotros y se ha hecho nuestro estableciendo las bases de su Reino, ahora nos corresponde a nosotros ir hacia él una y otra vez y hacernos suyos. Más que hacer cosas distintas a las que hacemos o hacer cosas nuevas, es vivir de un modo nuevo. Para ir estableciendo su Reino hemos de obrar como él, llevar una vida como la suya, dejarnos mover por un amor como el suyo. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,1-6).
El Evangelio de este día, como el de ayer, nos sumerge en el discurso de la Última Cena. Después de que el Señor ha lavado los pies a los discípulos. A ellos Jesús les ha explicado muchas veces que va hacia la plenitud de la vida del Padre y que el camino que conduce a esta plenitud es su entrega por amor hasta la muerte: los discípulos tendrían que entender que ellos deben seguir este camino, pero aún no lo han comprendido, y por eso preguntan. Y el que pregunta ha de ser Tomás, a quien ya conocemos por esta característica. Más adelante él necesitará «ver para creer». En su respuesta, Jesús se presenta a sí mismo como «camino»: el que se una a él y haga como él, irá al Padre. Pero añade aún un nuevo paso: él es la «verdad», es decir, la auténtica realización humana, porque manifiesta y hace lo que Dios es y quiere; y es la «vida», es decir, la plenitud del ser hombre, la culminación plena de todo, la superación de todo mal y de la misma muerte. En él está todo lo que es el Padre; él, es la única manera de llegar al Padre.
En el tiempo de Pascua —que es el que estamos viviendo— es cuando más claro vemos que Cristo es nuestro camino, que él es la verdad y que es la vida. Una metáfora hermosa y llena de fuerza, que se repite en algunos cantos de la Iglesia: «camina, pueblo de Dios», «somos un pueblo que camina», «caminaré, en presencia del Señor»... Cristo como camino es a la vez la verdad —porque tenemos que seguir tras él— y es vida —porque él calma y da sentido a nuestro ir y venir—. Con él y en él, porque no vamos sin rumbo, vamos dando sentido a nuestras vidas. La meditación de hoy debe ser claramente cristocéntrica. Al «yo soy» de Jesús le debe responder nuestra fe y nuestra opción siempre renovada y sin equívocos a pesar de los pesares, aunque a veces nuestra vida vaya por cañadas oscuras, por pruebas, por caminos difíciles de transitar. Los creyentes debemos estar convencidos, aun cuando el sufrimiento se haga presente en la enfermedad, en el dolor, en la soledad, en el fracaso, de que fuera de él no hay verdad ni vida, porque él es el único camino. Eso, que podría quedarse en palabras muy solemnes, debería notarse en los pequeños detalles de cada día, porque intentamos continuamente seguir su estilo de vida en nuestro diario vivir con María su Madre que siempre nos conducirá a él. Cristo es el que va delante de nosotros, seguir sus huellas es seguir su camino, buscar la verdad y darle sentido a nuestra vida. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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