El salmo responsorial de este domingo es un salmo con un maravilloso enfoque misionero. El salmista reconoce que el pueblo elegido tiene el propósito de hacer conocer la salvación de Dios a todas las naciones. Pone todo su interés en la gloria de Dios y pide que todos los pueblos le alaben y pide un avivamiento para el pueblo de Dios, y este avivamiento resultará, precisamente, en la expansión misionera que alcanzará a todas las naciones. Siempre hace falta una continua renovación en el pueblo de Dios. «Que nos bendiga Dios y que vuelva sus ojos a nosotros» se basa en la bendición aarónica de Num 6,24-26. Y hay que notar que en Jerusalén, en una tumba del tiempo de Ezequías, los arqueólogos han encontrado esta bendición escrita en un rollo de cobre. La bendición de Dios, en el contexto en que está escrito este salmo, se manifiesta en el bienestar total de la vida (física, emocional, espiritual) del individuo y de la comunidad. El salmo es una oración pidiendo que la bendición recibida de Dios ilumine a todos en todos los aspectos de la vida.
El énfasis de la bendición está en que llegue a todos los pueblos. Dios es tan grande que su misericordia hacia otros pueblos que se vuelvan a él no disminuirá su interés personal en cada uno de los elegidos. Así el salmista termina con un resumen de su tema principal: Dios bendice a su pueblo para que sea instrumento de la bendición de Dios para todos los confines de la tierra. Pero ¿qué entendemos nosotros por «bendición»? A menudo se confunde la palabra «bendición» con «éxito» o «prevención de dificultades». Y hay gente que se pregunta por qué se nos presentan problemas si amamos al Señor, luchamos por vivir en sus sendas y oramos insistentemente día y noche. Incluso hay quienes insisten en que a quien ama a Dios y cumple su voluntad, nada malo le puede pasar. Bendición y éxito no son términos necesariamente emparentados. Si hubiera que identificar los dos términos, entonces habría que concluir que Jesús no fue un bendecido por Dios ya que su obra fue un aparente fracaso a los ojos del mundo. También los que aman a Dios se enferman, tienen dificultades y mueren, pero no por eso vamos a afirmar que no son bendecidos por el Señor. La bendición debe entenderse más bien como el acompañamiento que hace Dios para que, en medio de las tormentas, el barco de nuestra vida llegue a puerto seguro.
Cercanos ya a la solemnidad de la Ascensión y a la solemnidad de Pentecostés, el Evangelio de hoy, la palabra de Dios que nos muestra siempre la bendición de Dios para su pueblo, nos recuerda la promesa del envío del Espíritu Santo (Jn 14,23-29). Desde ya, experimentamos la bendición de Dios y vamos preparándonos para acoger este don que Dios Padre nos hace desde el cielo a través de Jesucristo. El Espíritu nos guía a cada uno de nosotros y a toda la comunidad de la Iglesia. Que nunca nos falte esta asistencia, esta bendición del Espíritu Santo, y que nunca nos falte la docilidad para dejarnos llevar siempre por Él. La Virgen María, bendecida siempre por Dios, nos alienta, con su vida y su testimonio, a deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano, es alguien que en todo momento posee la bendición de Dios. Primero, porque el Padre no es alguien lejano y distante y segundo, porque por su bendición, somos santuario y morada de Dios mismo: «vendremos a él y haremos en él nuestra morada». Caminemos en la bendición de Dios y avancemos alegres por la vida, desgranando nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual. Que nada ni nadie nos turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y optimistas gozando de esa bendición que Dios nos da, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha salvado de una vez para siempre. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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