No podemos olvidar que estamos en el tiempo de Pascua y que seguimos respirando y gozando del suave y penetrante olor de la resurrección de Cristo, que ha vencido a la muerte. Este tiempo pascual nos recuerda que las cadenas que nos ataban, han quedado definitivamente rotas. Jesús nos ha salvado. ¿Cómo pagar tan inmenso bien? La celebración de la Eucaristía es la acción de gracias más agradable al Padre y este sábado, en el salmo responsorial (115 [116]) el escritor sagrado se hace una pregunta que es la misma que podemos hacernos cada uno de nosotros: «¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor». Es lo que hacemos en cada Misa, agradecer el don que el Señor nos ha hecho con la resurrección de su Hijo Jesucristo que llena de esperanza nuestros corazones.
Quien invoca al Señor jamás es defraudado por Él. Desde la resurrección de Cristo el camino de la humanidad tiene un nuevo significado: Quien crea en Cristo Jesús, aun cuando tenga que pasar por la muerte, debe saber que después de la cruz está la resurrección y la glorificación junto a Él. Por eso no tenemos miedo en ofrecerle a Dios nuestra propia vida como una ofrenda agradable a su Santo Nombre, sabiendo que Él velará siempre por nosotros y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial. Cristo es el Dios de la vida y no de la muerte. Él ha venido a restaurar nuestra humanidad herida por el pecado y del que el pago es la muerte. Nosotros tenemos el precio de lo que vale la sangre derramada por el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo —como lo recordamos en cada Misa—, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Al participar de la Eucaristía estamos permitiéndole a Dios Padre que por medio del Misterio Pascual de su Hijo seamos restaurados en lo más íntimo de nuestro ser, para que volvamos a Él ya no como esclavos, sino como hijos en el Hijo. Si nos hemos hecho uno con Cristo, ha de notarse esto en nuestras buenas obras, porque el Espíritu Santo nos conduce a confesar no sólo con los labios, sino con la vida, cada vez que celebramos la Eucaristía, que Cristo es realmente nuestro Dios y Señor.
Nosotros, discípulos–misioneros del resucitado, gracias a la bondad de Dios, somos de los que han hecho una clara opción por Cristo Jesús. No le hemos abandonado. El Evangelio de hoy (Jn 6,60-69) me hace pensar en el fruto de cada Eucaristía, donde acogemos con fe su Palabra en las lecturas y le recibimos a él mismo, Pan de Vida, como alimento, e imitamos la actitud de Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser portadores de signos de Vida y no de muerte, pues hemos sido bautizados en Cristo, Señor de la vida y Vida eterna, que quiere que ya desde ahora poseamos y manifestemos, como verdaderos discípulos–misioneros suyos, el Don que de Él hemos recibido hasta que lleguemos a la posesión definitiva de los bienes eternos. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario