El anuncio de las maravillas que ha hecho Dios, tiene siempre una proyección universal. Es un anuncio que está destinado a todos los pueblos. A todos los habitantes de la tierra ha de llegar ese anuncio de salvación. De ahí la vocación misionera de todo cristiano: ¡Somos, desde nuestro bautismo, discípulos–misioneros! Estamos llamados a contar a todas las naciones las maravillas del Señor. Por eso hoy la liturgia de la palabra nos pone como salmo responsorial el 95 [96] para clamar con el salmista: «Cantemos al Señor un nuevo canto, que le cante al Señor toda la tierra... su grandeza anunciemos a los pueblos, de nación en nación, sus maravillas. “Reina el Señor”, digamos a los pueblos». El cristiano no puede pasar por la vida como quien sólo busca «matar el tiempo». El cristiano es un «discípulo–misionero» —como tanto insisto— para que todos puedan contemplar las maravillas del Señor. Ya sabemos que vamos por esta vida entre contrastes impresionantes, un día sufriendo y otro disfrutando; mas no como seres sin sentido sino como hombres y mujeres que viven unido a la vid.
Yo creo que hoy a mucha gente le falta hacer una prueba muy importante y necesaria: Vivir por lo menos un día, tan sólo un día unidos a la vid, ofreciendo a Dios las alegrías, las penas, las venturas y desventuras. Y al final, cuando llegue la noche, preguntarse: ¿He tenido frutos hoy? ¿Ha valido la pena que yo haya vivido hoy? Y estoy seguro que la respuesta sería un sí, porque así la vida propia y la de los semejantes, cobra sentido: «Permanezcan en mi amor» nos dice hoy el Señor en el breve Evangelio que tenemos (Jn 15,9-11). Creo que es así como el Evangelio puede llegar a todos y purificar a las culturas de aquello que es contrario a la Verdad y al Amor que nos vienen de Dios, y se conviertan en un signo del mismo Dios, que se encarna y camina con el hombre insertado en su propia realidad, para poderlo conducir desde ahí a la vida eterna. Lo que el Señor nos pide a los discípulos–misioneros no es nada complicado. Lo que hoy pide Cristo es que «permanezcamos» en su amor. Abastecidos de amor, tenemos cómo amar lo que él nos pide y cómo esperar en lo que nos promete. ¿No es una maravilla poder cantar esto a los cuatro vientos?
Al final, nuestro paso por el mundo habrá sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada sea una alabanza y un canto que agrade a Dios, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del mismo modo la hemos ofrecido al Señor. El «hoy» es lo único de que disponemos para santificarlo. El día habla al día; el día de ayer susurra al de hoy, y nos dice de parte del Señor: Comienza bien. Pórtate bien ahora, sin atorarte en el ayer, que ya pasó, y sin preocuparte de mañana, que no sabes si llegará para ti. Quizá me ha quedado esto después de haber celebrado estos tres días anteriores el Triduo de Misas por Osvaldo Batocletti y por el profesor José Hernández Gama que se nos han adelantado llamados ya por el Señor. El día de ayer ha desaparecido para siempre, con todas sus posibilidades y con todos sus peligros. De él sólo han quedado motivos de contrición por las cosas que no hicimos bien, y motivos de gratitud por las innumerables gracias, beneficios y cuidados que recibimos de Dios. El mañana está aún en las manos del Señor. Así que vivamos el hoy alabando y cantando al Señor con el mismo canto de María, que «proclama la grandeza del Señor». ¡Bendecido jueves Eucarístico y Sacerdotal!
Padre Alfredo.
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