Convertirse a Dios es abrirse a la vida y tener constantemente «sed» de él. Con dos versículos del Salmo 41 [42] (vv. 2-3) cantamos y subrayamos nuestro carácter de peregrinos sedientos del que es Luz, Verdad y Vida: «Como el venado busca el agua de los ríos, así, cansada, mi alma te busca a ti, Dios mío. De Dios que da la vida está mi ser sediento...» canta el salmista y, a esta letra tan llena de sentimiento, la liturgia añade, llena de esperanza, un trozo del salmo 42 [43] (vv 3-4) en donde se nos recuerdos, eso, que Dios es el Dios de la Luz, de la Verdad y de la Vida a quien debemos buscar con alegría. En abril de 2001, en concreto el 24 de abril, San Juan Pablo II había recordado a la humanidad en audiencia de aquel día que «la sed y el hambre son la mejor metáfora de la necesidad vital que tiene el hombre de Dios». El santo Papa hizo en esa ocasión referencia a santa Teresa de Ávila que dice: «sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata» (Camino de perfección, c. XIX).
Yo creo que todo discípulo–misionero, al amanecer de cada día, anhela tener un encuentro con Dios, nuestros labios amanecen sedientos y anhelan saciarse por el «manantial de aguas vivas» (cf. Jr 2,13) que sacia nuestra sed. Esa sed que sabemos no se sacia con sorbo de agua, ni tampoco con bienes materiales. A lo largo de la historia de la humanidad, sabemos bien que el hombre a tenido siempre instantes de sus vidas momentos de fatigas y angustias, periodos de múltiples dificultades, y en los peores momentos de angustia muchas veces, y a fracasado en sus esfuerzos con una verdadera «sed». Solo la ayuda de lo alto, gratuita y extraordinariamente oportuna, ha venido como un vaso de agua fresca a calmar su necesidad, su ansiedad, su «sed». La gratuidad de Dios, que es quien le da de beber, es una gratuidad es tan extraordinaria, como inconmensurables son su valor y su obtención. Una es la experiencia inmediata de todo esto: «Dios es más grande que nuestro corazón» (cf. l Jn 3,20). En esta verdad se basa la alianza eterna que Dios vino a establecer con nosotros en sus Hijo Jesús a quien nos lo ha dejado como el «Buen Pastor». La «compasión» del Buen Pastor por la muchedumbre sedienta de Dios, descubre el móvil del don de Dios en el Hijo unigénito para la vida del mundo: una coparticipación viva, palpitante y auténtica. El agua viva que puede calmar nuestra sed, el amor que nos ha redimido y tiende un arco de luz desde la Cruz hasta la Pascua, es el amor del Pastor Bueno, el que no es jornalero. Y el Pastor Bueno es el que ha amado más a las ovejas que lo que de ellas recibe, es decir: ha preferido las ovejas a su jornal, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Jn 10,1-10).
Dios sacia a su pueblo y nos sacia gratis, «Vengan por agua todos los sedientos» (Is 55,1-3), lo nutre de cosas buenas: gracia y verdad, vida y alegría. Y aún más, vincula con una comida que es prenda de eternidad: el Verbo encarnado y entregado por nosotros que se ha quedado en la Eucaristía para saciar la sed de nuestras almas: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Hoy, que iniciamos una nueva semana laboral y académica, es un buen día para agradecer que, en la providencia divina, Jesús, el Hijo de María, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es el camino, la puerta, la palabra, el «Agua viva» que a todos quiere llegar, para calmar la sed. Si para ello, requiere contar con nosotros, como contó con el «sí» de María, bendito sea, porque no podemos olvidar que caminamos por este mundo como discípulos–misioneros que, en las tinajas de nuestro corazón, llevamos esa agua que calma la sed a las almas necesitadas que se cruzan en nuestro camino, porque el Señor, el Buen Pastor, el que siente compasión por su pueblo y ovejas de su rebaño, nos ha enviado a saciar la sed en su nombre. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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