Hoy amanezco un poco más tarde. Estoy en casa de mis padres, sonó el timbre hace rato y es el cumpleaños de mi papá. Era el jardinero que —sin saber que papá está enfermo— al abrirle la puerta me dice: «¡Buenos días, vengo a felicitar a don Alfredo porque hoy es su cumpleaños y siempre me da algo porque ayer cumplí años yo!». Pero como la enfermedad lo ha visitado en estas últimas dos semanas, la EMME (El servicio de ambulancias de emergencia) nos dejó apenas a las dos y media de la mañana luego de venir a checarlo de urgencia, inyectarlo y medicarlo. Él, sencillamente y en medio de su dolor que la mayoría del tiempo no lo deja moverse, exclamó en la madrugada: «¡Y es mi cumpleaños!» Poco antes de eso me había escrito Delia que su esposo y amigo mío entrañable de muchos años, Osvaldo — Osvaldo Agustín Batocletti Ronco— acababa de fallecer, y al despertarme, me habla mi cuñada para darme la noticia que al mismo tiempo me encuentro en un WhatsApp de Laurita, comunicándome que mi querido profesor don José Hernández Gama acaba de ser llamado a la casa del Padre. Estas dos semanas, desde mi llegada a Monterrey, han transcurrido así, llevando los días entre la enfermedad de papá, la de Osvaldo, la del profesor Hernández, la de mi sobrino José Adrián y otros detallitos. De repente el Señor llega sin avisar a visitarnos así, en la enfermedad o en la muerte.
Me pongo a leer la liturgia de la Misa del día y veo que el salmista dice: «Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad» (Sal 97 [98] 3). Y uno puede pensar de entrada: «¿Así demuestras tu amor y tu lealtad a tus amigos?» ¿Qué debo hacer y qué debo escribir esta mañana ante esta realidad? Como sacerdote, considero que definitivamente el Señor, en una visita inesperada como la enfermedad y la muerte, viene a alimentar y fortalecer la fe en el amor y el poder de Dios en las almas. Sé que las aflicciones del tiempo presente —como nos enseña la Escritura— no son comparables con la gloría venidera que en nosotros ha de manifestarse (Rm 8,18). En la madrugada, antes de dormirme, pensaba en lo frágil que en esta obra maravillosa de la creación es el ser humano. Mucha gente, ante esto, se hace una pregunta muy válida: ¿Dónde está Dios en estos momentos? En silencio y contemplando y meditando en esos momentos en la enfermedad y la muerte, concluyo que, en nuestra pequeñez, muchas veces hay que esperar serenamente. En la Escritura hay muchos ejemplos de personas que claman a Dios afrontando la vida y aceptando su fragilidad y limitación ante situaciones tan graves o dramáticas como es la enfermedad y la muerte. Tal es el caso de Job: «¿Te acobardas y pierdes el valor ahora que te toca sufrir?» (Job 4,5; 9,16-35) Job expresa su pequeñez e insignificancia con relación a la majestuosidad y al poder de Dios. Y en medio de todo el dolor, soledad, angustia... que pueda existir el salmista viene hoy a decirme esto: «Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad» y entiendo entonces, viendo el Evangelio de hoy (Jn 14,7-14) y con más claridad en este singular día del cumpleaños de don Alfredo mi queridísimo y admirado padre, que la obra de Jesús ha sido el comienzo de una realidad en la que el futuro reserva una labor más extensa.
Las señales hechas por Jesús no son, en nuestras vidas, situaciones irrepetibles y sin sentido por lo más ordinarias o extraordinarias que sean— como sucede en este día en que no habrá fiesta de cumpleaños ni celebración alguna en casa a cambio de dos funerales de amigos muy queridos— sino expresiones de un amor que en medio del dolor y el sufrimiento causados por la enfermedad, la muerte y tantas cosas que los creyentes vivimos en este mundo, nos liberan de la esclavitud del pecado, ofreciéndonos confianza, aumento de fe y descanso en el Señor. Con esto agradezco hoy el don de la vida, esa vida hermosa de Osvaldo Batocletti y del profesor José Hernández Gama, la vida de José Adrián que sigue en el hospital y la de papá en medio de sus dolores. La vida, con todas sus vicisitudes aventureras, no deja de ser hermosa porque es un don de Dios. Que María Santísima, que supo vivir en plenitud nos acompañe. Yo hoy no tengo más que decir, me quedo un rato en silencio y alabo al Señor por ese don. Y ya felicité a mi padre por ser valiente, por luchar, por aceptar la visita inesperada de Dios que no sabe de fiestas de cumpleaños al estilo del hombre, sino al suyo, que está siempre impregnado de amor. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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