
Leemos y meditamos este salmo hoy para recordar que Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, esa misma palabra que escuchó San Mateo y que le hizo dejarlo todo para seguir al Señor hechizado por su «Sígueme». Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la mujer de hoy pueden descubrir que Cristo no se ha quedado mudo después de ascender al cielo, sino que sigue llamando, así como el sol sigue iluminando nuestras vidas. «a toda la tierra llega su sonido, y su mensaje hasta el fin del mundo» dice el salmista. En esta época de la humanidad, en donde un sin fin de ideas materialistas ahogan el sentido poético y religioso del hombre, Cristo, como sol radiante, sigue iluminando la vida de quien quiera seguirle, como Mateo, como los demás apóstoles, como las mujeres que acompañaban al Señor en su caminar por este mundo irradiando luz en tantos corazones oscurecidos. San Mateo se dejó iluminar por la luz radiante de Cristo con una sola palabra: «Sígueme» y no solo no ocultó su pasado ante el brillo de la llamada del Señor, sino que, al reconocerse especialmente invitado a seguirle, nos ayuda a comprender que la vocación cristiana y particularmente la del apóstol, es, ante todo, un acto de misericordia y de amor por parte de Cristo que ilumina, que da una nueva luz a la vida.
Al Apóstol hoy festejado la luz de Jesús lo hizo ver su interior reconociendo que fue llamado por Jesús a pesar del oficio que ejercía y que lo hacía odioso y despreciado por la gente como colaborador de los romanos que ocupaban el país. Bastaría recordar los calificativos que les dedicaban: «pecadores» (Mt 9,10; Lc 15,1), «ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18,11)... No olvidemos nunca lo que somos y dejémonos iluminar por la luz de nuestro Dios y no por el falso resplandor de tantas cosas que a primera vista parecen mucho más atractivas. En la Epifanía de este año, el Papa Francisco, en la homilía decía: «Es siempre grande la tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al Evangelio! Pero así hemos girado la luz hacia la parte equivocada, porque Dios no estaba allí. Su luz tenue brilla en el amor humilde. ¡Cuántas veces, incluso como Iglesia, hemos intentado brillar con luz propia! Pero nosotros no somos el sol de la humanidad. Somos la luna que, a pesar de sus sombras, refleja la luz verdadera, el Señor. La Iglesia es el mysterium lunae y el Señor es la luz de mundo (cf. Jn 9, 5). Él, no nosotros». Así, dejémonos, como San Mateo, como María, como todos los santos y tantos hombres y mujeres que han seguido el llamado de Dios como ministros de la Iglesia, personas consagradas, apóstoles seglares, educadores en la fe o catequistas, y un largo etcétera de dedicaciones pastorales, iluminar por el Señor para dar nosotros también luz al mundo. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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