Hay mucha gente que piensa que Dios es como el genio de la lámpara, dispuesto a concedernos cualquier deseo, pero no es así. Nuestras oraciones deben estar de acuerdo con la voluntad de Dios. Por eso, no escucha a quienes piden cosas como sacarse la lotería o ganar una apuesta en el casino, ni a quienes oran motivados por malos deseos queriendo que a otros les vaya mal. Santiago previene contra este mal uso de las oraciones: «Piden, y sin embargo no reciben —dice él—, porque piden con un propósito malo, para gastarlo en los deseos vehementes que tienen de placer sensual» (St 4,3). Fijémonos en lo que Dios dijo en cierta ocasión a quienes le servían con hipocresía: «Aunque hagan muchas oraciones, no escucho; sus mismas manos se han llenado de derramamiento de sangre» (Is 1,15). La Biblia dice sin rodeos: «El que aparta su oído de oír la ley... hasta su oración es cosa detestable» (Pr 28,9). A Dios hay que hablarle desde la transparencia de nuestro corazón, ya que entrar en contacto con él no exige que salgamos de nuestra condición de hombres, ya que Dios ha entrado en la historia haciéndose palabra de hombre, de un hombre pequeño.
En el salmo responsorial de este día, tomado del salmo 53 [54], el salmista, con toda sencillez, sabe que puede pedirle a Dios lo que percibe que Dios sí le puede dar. Él implora: «Sálvame, Dios mío, por tu nombre; con tu poder defiéndeme. Escucha, Señor, mi oración y a mis palabras atiende». El Padre Celestial siempre escucha nuestras oraciones, pero a veces parece que no las contesta porque tal vez no lo haga de la manera o en el momento que nosotros queremos. Debemos estar dispuestos a someter nuestra voluntad a la suya, y tener fe en que él sabe lo que es mejor para nosotros, lo que nos conviene que nos dé o solucione. El Padre Celestial nos ama y siempre tratará de ayudarnos a aprender y a progresar a medida que dé respuesta a nuestras oraciones. Así, en este salmo y en otros más, descubrimos que Dios ha ofrecido contestar las oraciones de sus hijos —aquellos que lo han recibido en sus vidas y quienes lo buscan y lo siguen)—. La base de nuestra esperanza en ser escuchados está en el carácter mismo de Dios; mientras más lo conocemos, más aptos somos para confiar en Él y pedirle. Jean-Pierre Longeat, en su libro «Veinticuatro horas de la vida de un Monje» dice algo muy cierto: «La oración es el lugar privilegiado para despojarse de una voluntad orientada hacia uno mismo y consiste finalmente en tornarse disponible para que en nosotros se cumpla la voluntad de Dios sin que sepamos cómo ni podamos intervenir más que confiando amorosamente en él».
El autor del salmo, que muy probable haya sido el rey David, sabe que parece que Dios se esconde muchas horas del día, y por eso no lo considera ausente. Si Dios no estuviera cerca suyo, atento a su oración, ¿qué sentido tendría dirigirle la palabra suplicándole? Y si no existiera una comunión de mutuo amor con Dios, ¿por qué habría que pedirle algo? El escritor sagrado no puede negarlo, sabe que Dios está ahí con él, aunque sus ojos no lo vean, sus oídos no lo escuchen y su corazón no lo sienta. Él está convencido de quién es Dios y qué hace Dios, por eso exclama: «El Señor Dios es mi ayuda, él, quien me mantiene vivo. Yo te agradeceré, Señor, tu inmensa bondad conmigo». A la luz de este salmo, agradezcamos con María, hoy que es sábado dedicado a ella, el regalo que Dios nos ha hecho al darnos la oportunidad de orar dialogando con él. Con este salmo, pongamos nuestra confianza en Dios, que es quien nos da la fuerza para seguir con el programa de crecimiento espiritual de nuestras vidas. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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