domingo, 15 de septiembre de 2019

«Hagamos memoria, hagamos una fiesta»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 50 [51], conocido como «el Miserere» (que significa «apiádate» o «ten compasión»), es una de las oraciones más célebres del salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. Este salmo es la oración del hombre de siempre; pertenece a la historia de la humanidad, no solo a la historia del Oriente hebreo y de la civilización occidental cristiana. Al meditarlo entramos en el corazón del hombre y en el corazón de la historia de la humanidad. Recorre toda la historia de la Iglesia y de la espiritualidad: constituye el esquema interior del libro de «Las Confesiones» de San Agustín; san Gregorio Magno lo comentó ampliamente; es el espejo de la conciencia secreta de los personajes de Dostoievski y una clave de lectura de sus novelas. Famosos pintores lo describieron maravillosamente en sus obras. Sobre todo, es el salmo que ha acompañado las oraciones, las lágrimas, los sufrimientos de tantos hombres y mujeres que en él han encontrado ánimo y claridad en los momentos oscuros y pesados de su vida. Este domingo la Iglesia nos invita a acercarnos a él en el salmo responsorial. A la luz de este salmo, la liturgia de la palabra de este domingo nos invita a pensar en el camino de la conversión del corazón y a agradecer la iniciativa divina de un Dios que es todo misericordia. Él es siempre el primero en tender la mano, en correr en nuestra ayuda, en rescatarnos de nuestra miseria humana. 

El salmista pide a Dios que sea para él —y con él para todos nosotros— gracia, que se interese por quien está mal, por quien se encuentra en dificultad, que nos dé una mano. Es a la vez una especie de adelanto a la experiencia de María que canta: «Señor, tú has mirado la pobreza de tu esclava y me has hecho gracia, me has llenado de tu gracia» (cf. Lc 1,46-55). De entre los 150 salmos, no encontraremos otro que contenga tanta profundidad, belleza y consolación como éste. Desde la primera hasta la última palabra, un binomio maravillosamente evangélico recorre sus entrañas: «confianza–humildad». Este binomio es como un río de vida que atraviesa el salmo de parte a parte cubriendo todo de frescura y esperanza. A pesar de que aparece en él tantas veces el concepto y la palabra pecado —o su equivalente: culpa, iniquidad—simultáneamente se muestra la misericordia de Dios como una realidad mucho más sólida y visible; si la altura del pecado es como la de una montaña, la misericordia del Altísimo es como la altura de la cordillera más encumbrada. Si de los versículos de este bellísimo salmo retiramos la palabra «Dios», y la sustituimos por la palabra «Padre», llegamos fácilmente al corazón mismo del Evangelio, junto a las grandes parábolas de la misericordia del Señor que hoy nos ofrece la liturgia de la palabra en el capítulo 15 de Lucas (Lc 15,1-32), por eso se nos invita a orar con este salmo el día de hoy. 

En el Evangelio que tenemos para este domingo, se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En los tres relatos se repiten los binomios, perdido—encontrado y tristeza—alegría. La lejanía de Dios produce la pérdida y su cercanía ofrece la posibilidad del encuentro. La tristeza por la soledad experimentada lejos de Dios se transforma en alegría tras el encuentro. Es Dios quien toma la iniciativa de buscar al extraviado, simbolizado en la oveja perdida, la moneda o el hijo pródigo. Dios, con su infinita misericordia, es en definitiva el auténtico protagonista de estas tres parábolas. La misericordia de Dios Padre se nos muestra en el Evangelio a través de su Hijo Jesucristo. Cristo es el rostro de la misericordia del Padre. De este modo, Cristo hace visible al mundo la misericordia del Padre y nos invita al arrepentimiento que busca el perdón. Sí, Jesús es el Buen Pastor que busca a sus ovejas y para que entendamos lo que nos quiere decir, añade la parábola de la mujer que pierde una moneda y lo revuelve todo hasta dar con ella. Y, sobre todo, por si todavía estuviera oscura su doctrina de perdón y de amor, expone la parábola del hijo pródigo. Las tres parábolas terminan en fiesta, la fiesta del re-encuentro, la fiesta de la vida nueva, la fiesta de re-estrenarse en la misma sintonía que el autor del salmo 50. ¿Por qué no imitar a Dios poniéndonos en su escuela de la misericordia? ¿Cómo podemos cambiar el corazón, el ánimo, la vida misma para empezar de nuevo? María nos da la clave: reconocernos como somos, pedir la gracia de Dios y lanzarnos a vivir para él. «Se fijó en la pequeñez de su sierva» dice María (Lc 1,48). Es lo mismo que debemos decir nosotros decididos a volver a empezar a vivir... ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

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