Voy a cantar la bondad y la justicia...» dice hoy el salmista al iniciar el salmo 100 [101] que tenemos como salmo responsorial de la Misa. Un antiguo escritor cristiano, Eusebio de Cesarea, conocido como el padre de la historia de la Iglesia porque sus escritos están entre los primeros relatos de la historia del cristianismo primitivo, tiene un escrito: «Comentarios a los Salmos» en donde subraya la primacía de la bondad sobre la justicia, aunque esta sea también necesaria. Eusebio, estudiando este salmo escribe: «Voy a cantar tu misericordia y tu juicio, mostrando cómo actúas habitualmente: no juzgas primero y luego tienes misericordia, sino que primero tienes misericordia y luego juzgas, y con clemencia y misericordia emites sentencia. Por eso, yo mismo, ejerciendo misericordia y juicio con respecto a mi prójimo, me atrevo a cantar y entonar salmos en tu honor. Así pues, consciente de que es preciso actuar así, conservo inmaculadas e inocentes mis sendas, convencido de que de este modo te agradarán mis cantos y salmos por mis obras buenas» (PG 23, 1241).
La mayoría de los estudiosos del tema, afirman que se trata de un salmo escrito por un rey —puede ser Salomón— que expone, en el salmo, el ideal de su conducta privada, un ideal que deberá ser el de cada uno de nosotros, que, desde el bautismo hemos sido constituidos en reyes, profetas y sacerdotes. «Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas», indica el Catecismo de la Iglesia Católica (783). No debemos olvidar nunca que por el Bautismo «somos reyes», es decir, somos capaces de «conducir, gobernar, reinar», y tomando la imagen antigua de los reyes, se podría agregar «la capacidad de pastorear sirviendo». El Bautismo nos da la capacidad real, regia de conducirnos y conducir a los demás según los valores del Reino de Dios, que ciertamente giran en torno a la bondad y la justicia. Aquello que anunciamos proféticamente debe encarnarse en nuestras vidas sabiendo y buscando conducirnos y conducir a los demás según el mensaje del Evangelio. Como padres y madres, hermanos y amigos, tíos y abuelos, discípulos–misioneros y responsables de la vida pastoral de la Iglesia somos «reyes», es decir buscamos conducir, gobernar, guiar, reinar, pastorear, servir de tal manera que aquellos que tenemos a nuestro lado, puedan llegar a la vida nueva de los hijos de Dios. El reinado al que estamos llamados es el reinado de Cristo, que estando entre nosotros es el más sencillo y el más normal de los hombres que delante de un gran sufrimiento, se emociona, se compadece.
En el evangelio de hoy (Lc 7,11-17) Podemos contemplar la emoción que embarga el corazón de Jesús, Rey de reyes y Señor de señores y escuchamos las palabras que dice a una madre afligida que ha perdido a su hijo: «¡No llores!» queriendo suprimir todas las lágrimas (cf. Ap 21,4) porque la opción de nuestro Rey, es la vida, porque él es el Dios de los vivos y no el de los muertos y su reino no tendrá fin. Cuántas veces se ve en el Evangelio a ese Jesús que se compadece de los que sufren y les alivia con sus palabras, sus gestos y sus milagros. En una época como la nuestra, en que las personas, guiadas por el egoísmo y por falsas doctrinas, se alejan de la religión, es difícil entender la condición de un rey de este tipo, un rey cercano como nos lo presenta el salmista, un rey para el que todos son importantes, como Cristo en el Evangelio que se fija en el llanto de aquella mujer. Este mundo controvertido, violento, que parece caminar de paradoja en paradoja necesita de reyes así, por eso conviene hoy recordar el día de nuestro bautismo y la capacidad de reinar que hemos recibido. Los bautizados estamos llamados a ejercer este reinado en el mundo para transformarlo a través del testimonio. Que María Reina nos ayude, ella, como Madre, conoce nuestro corazón y nos ayudará a reinar asemejándonos de forma más plena a su Hijo, Rey de reyes y Señor de señores, vencedor del pecado y de la muerte (cf. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n.59). ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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