miércoles, 18 de septiembre de 2019

«La grandeza de nuestro Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy tenemos, como salmo responsorial, el salmo 110 [111], un salmo en el que se ensalzan diversos atributos, diversas características de Dios: piedad, ternura, justicia, verdad, rectitud, potencia, fidelidad. Son aspectos que definen a Dios tanto en sí mismo como en sus obras y prodigios en favor de los hombres, y por eso es siempre digno de alabanza e inmensa gratitud. Dios debe de ser alabado por quién es Él, como lo muestran todos estos atributos que exalta el salmista, pero lo que ha hecho también es digno de alabanza. Dios y sus obras, siempre han sido objeto de estudio de muchos y para muestra, como dicen, basta un botón. En la facultad de Física de la Universidad de Cambridge hay un laboratorio llamado Cavendish en honor de Sir Henry Cavendish (1731–1810) un eminente químico y médico ingles. Este laboratorio fue construido en 1873 como laboratorio de formación de estudiantes y tiene en la entrada una frase de este salmo: «Grandiosas son las obras del Señor y para todo fiel, dignas de estudio». La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de «Elogio de las obras divinas». Para Nácar-Colunga el título de este salmo es «Grandeza de las obras de Dios». 

¿Cómo quedarse callados ante la grandeza de Dios y de sus obras en la creación? Dios es grande. Dios es muy grande, y su grandeza, que queda manifiesta en la obra de la creación es inescrutable. Pero algo, aunque sea poco, alcanzamos como humanos a contemplar en esta grandeza que es absolutamente relevante para todo en la vida. San Juan María Vianney (El Santo Cura de Ars), solía decir que si fuéramos conscientes de toda la grandeza de Dios y de quién es él, moriríamos de aprensión en ese mismo instante. Me encontré por allí, un escrito anónimo que habla precisamente de esta grandeza del Señor y que quiero hoy compartir para profundizar en el tema y tener más motivos para orar y agradecer al Señor este gran regalo de su grandeza: «Si viéramos la grandeza de Dios, no seríamos tan ambiciosos ni codiciosos. Si viéramos la grandeza de Dios, nuestros ojos no se perderían en busca de imágenes y pensamientos impuros. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos enfadaríamos tan fácilmente con nuestros hijos. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos enfadaríamos ni nos lastimaríamos tan fácilmente en nuestros matrimonios. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos preocuparíamos tanto por nuestra apariencia. Si viéramos la grandeza de Dios, no pasaríamos el tiempo observando programas televisivos absurdos, inmundos ni impuros. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos desmotivaríamos con el mal ni el ateísmo de nuestra cultura. Si viéramos la grandeza de Dios, no cederíamos ante nuestros apetitos y comeríamos en exceso por aburrimiento y depresión»... 

Si viviéramos la grandeza de Dios reflejaríamos a Dios, como dice san Pablo a los corintios: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la grandeza del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (cf. 2 Cor 3,18). Pero, para reflejar la grandeza de Dios hay que vivir en sintonía con él. La grandeza de Dios se manifiesta en la vida de mil formas; sin embargo, hay quienes rehuyen, piden pruebas para creer, no trascienden, se aferran a una malsana inmanencia. Es la típica actitud infantil de quien exige sin dar, de quien mira sin observar, de quien cuestiona sin responder, de quien, como los niños que aparecen en la escena evangélica de la Misa de hoy (Lc 7,31-35) se muestran chocantes y aburridos en la vida. Jesús lamenta que el Hijo de Dios, hecho hombre, no encuentra acogida en el corazón de los hombres, pues se muestran siempre huidizos y escurridizos, aburridos, indiferentes. ¡Cómo retrata esta perícopa evangélica al hombre de hoy! Son muchos los que no quieren no quieren oír hablar de la grandeza de Dios porque, como esos chiquillos ni ríen ni lloran, ni se conmueven o hacen fiesta; van por el mundo sin pena ni gloria, solo viviendo de inercia sin levantar los ojos para ver y admirar la grandeza de nuestro Dios y de sus obras. Y es que para ello se necesita la sencillez, la atención y la escucha como la que tuvo María que, en su Magnificat, nos habla de la grandeza del Señor y de sus obras. Pidámosle a ella que venga en nuestra ayuda y no perdamos la novedad de Dios y su grandeza cada día. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

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