domingo, 8 de septiembre de 2019

«La gloria de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Haz, Señor, que tus siervos y sus hijos, puedan mirar tus obras y tu gloria». Esta es la frase con la que se cierra el salmo responsorial de este domingo, el salmo 89 [90]. Isaías 43,7 dice que Dios nos creó «para su gloria». En contexto con otros versos, puede decirse que el hombre «glorifica» a Dios porque a través del hombre, la gloria de Dios puede ser vista en cosas tales como el amor, la música, el heroísmo, la belleza, etc., cosas pertenecientes a Dios que nosotros llevamos en «vasos de barro» (2 Cor 4,7). Somos los vasos que «contienen» la gloria de Dios. Todas las cosas que somos capaces de hacer y de ser, encuentran su fuente en nuestro Dios. Su gloria es revelada en la mente del hombre a través del mundo material en muchas formas, y con frecuencia de diferentes maneras para diferentes personas en el mismo ser y quehacer del hombre. Somos nosotros, los hombres y mujeres de Dios quienes con nuestras acciones, podemos mostrar la gloria y las obras de Dios a la humanidad entera. En la actualidad, el telescopio espacial Hubble, ese telescopio que orbita en el exterior de la atmósfera, en órbita circular alrededor del planeta Tierra a 593 kilómetros sobre el nivel del mar, con un período orbital entre 96 y 97 minutos, ha confirmado la magnitud de la gloria de Dios. Los científicos del Hubble dicen que se calcula que la galaxia de la Vía Láctea, de la cual nuestra tierra y nuestro sol son tan sólo una pequeña partícula, es sólo una de las más de 200 mil millones de galaxias similares. ¡Cómo no percibir lo enorme y extensa que es la creación de Dios! Y sin embargo, su gloria se muestra en la pequeñez del ser humano. 

Químicamente —creo que ya lo he comentado alguna que otra vez—, el cuerpo humano se compone sólo de varios elementos en distintas cantidades. Aunque los cálculos varían, consta de 65% de oxígeno, 18% de carbono, 10% de hidrógeno, 3% de nitrógeno, 1% de fósforo, 0.5% de calcio, 0.35% de potasio, 0.25% de azufre, 0.15% de sodio, 0.15% de cloro, 0.05% de magnesio y cantidades minúsculas de otros elementos. El precio de todo esto es entre uno y 15 dólares. Además, la mayoría de estos compuestos hacen agua, ya que tenemos 75% de agua en nuestro ser. Sin embargo, el ser humano no es sólo la materia que lo forma; es también su historia, su vida y sus actos, todos consecuencia de su mente y su conciencia, productos no materiales. No se puede valorar a una persona sólo por su costo monetario. Desde la fe, un ser humano no puede tener un precio calculable. No es sólo materia, sino una pieza de la creación de Dios única e irrepetible. El reto, para el hombre de hoy y de siempre, es entender desde la fe, como es que alguien tan pequeño en medio de esta inmensa creación de Dios, puede mostrar su gloria más que tantas cosas más que hay en la obra maravillosa de la creación. Y es al hombre, a este ser diminuto, a quien Dios le invita a mostrar su gloria de una manera muy particular e incomprensible para muchos: «El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo... cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,25-33). Es la debilidad y la unión con Cristo en la Cruz, lo que muestra al mundo la gloria de Dios. Los demás seres del universo son huella o vestigio de Dios; pero no su imagen y su gloria, tampoco son sujetos de gracia y de amor. Como recuerda el Concilio, el hombre «es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por ella misma» (GS 24) y es, a la vez, la única criatura que puede unirse al mismo Dios para llevar la Cruz. 

Con razón san Ireneo dice: «La gloria de Dios es el hombre viviente» (Adversus haereses, 4, 20, 7). Al cargar la cruz de cada día, rinde culto a Dios como a único Señor y muestra su gloria al mundo, así, el hombre es soberanamente libre y es de verdad «él mismo», que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Hablar de la gloria de Dios significa hablar de la majestad, la riqueza y la vida que Dios manifiesta al hombre, dándosele en su historia e invitándolo a ser, como Jesús, imagen (Eikon) perfecta del Padre misericordioso, y por eso todo el quehacer del hombre consiste en irse pareciendo, cada vez más, a Jesucristo que desde la Cruz nos redimió. Nadie como María —de quien hoy celebramos en la Iglesia su cumpleaños—, que renunciado a todo lo propio para dejar actuar sólo a Dios, muestra con gran claridad la gloria de Dios. Al colaborar con su cuerpo se convierte en la Madre del Señor; al cooperar con su espíritu, en su Sierva. Y la Sierva deviene Madre, y la Madre deviene Esposa: cada perspectiva que se cierra abre otra nueva, cada vez más allá. No sólo quiere lo que Dios quiere, sino que le confía su sí para que le de forma y transforme. Desde el momento en el que ha dicho sí, su vida tiene la forma consciente y explícita de ese sí que muestra la gloria de Dios y del que dependerá todo lo demás. Que Ella nos ayude a irradiar la gloria de Dios. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

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