martes, 24 de septiembre de 2019

«Vayamos con alegría al encuentro del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuenta la historia del pueblo judío que cuando en sus peregrinaciones anuales los israelitas llegaban a Jerusalén, sus rostros quedaban iluminados contemplando la ciudad santa con su belleza y esplendor. Allí, en santa asamblea, se congregaba el pueblo, como en los tiempos del desierto en torno a la tienda y resonaban las alabanzas al nombre del Señor. Allí era posible a los israelitas en litigio encontrar justicia, pues en las puertas del palacio real estaban los tribunales de justicia y resonaba sin cesar el tradicional «shalom» (paz) entre los hermanos de un mismo pueblo. Este es el gozo del salmista al componer por inspiración divina el bellísimo salmo 121 [122] del que la liturgia de hoy toma la primera parte como salmo responsorial: « ¡Qué alegría sentí cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”!» 

Una inmensa alegría íntima y un amor entrañable a la Casa de Dios se entremezclan en este salmo de peregrinación. Lo de menos es que se haya compuesto como una meditación dictada por el recuerdo del peregrino o como una explosión de alegría a la l hacer la visita a la ciudad santa. Lo principal es que Jerusalén, con su simbolismo político–religioso, ocupa el centro del salmo y despierta el lirismo del salmista. La canción sálmica tiene tres momentos: alegría al anunciarse la peregrinación y emoción al pisar la ciudad de Dios (vv. 1-2), el elogio de la ciudad y de sus instituciones (vv. 3-5), y augurio por la ciudad y el pueblo (vv. 6-9). Este Puede datarse tanto en los días davídicos como después de la centralización del culto, bajo el rey Josías (s. VII a.C.) y aun después del destierro de Babilonia. El Salmo traza un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí. A la luz de este salmo de alabanza a la ciudad que alberga el Templo Santo y a la luz del Evangelio de hoy, nos queda más claro el sentido de fraternidad que Jesús viene a establecer: el que quería su Padre. No es la raza la que nos une con Jesús, ni la sangre; sino la acogida creyente y realista, en obras, de la voluntad del Señor y el anhelo de llegar a su casa, que es nuestra casa. 

El que escucha y pone en práctica la palabra de Dios (Lc 8,19-21), es madre y hermano de Jesús. No son los lazos de la sangre los que proporcionan la comunión con Jesús, sino el oír y poner en práctica la palabra de Dios y en especial la Palabra de Dios que escuchamos en el Templo en el momento de la Liturgia de la Palabra. La Iglesia es edificada por la palabra de Dios. Ésta es el alma de la Iglesia, y la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siempre Iglesia viva. Ésta viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando la palabra de Dios como aquellos judíos de la antigüedad que año con año subían a Jerusalén a escuchar la Palabra. El ínclito Papa, San Gregorio Magno, nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, «soportándonos los unos a los otros» tal como somos; «soportándonos mutuamente» con la gozosa certeza de que el Señor nos «soporta» a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz donde todos somos familia. Pidamos a la Santísima Virgen, que escuchó y puso en práctica la Palabra, que nos ayude a ir al encuentro del Señor en la Eucaristía, con el mismo gozo de aquellos que, año con año, subían a Jerusalén. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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