sábado, 28 de septiembre de 2019

«La alegría prometida»... Un pequeño pensamiento para hoy


figura del profeta Jeremías es muy fecunda y compleja en extremo, mucho más compleja y variada que otros personajes de la Biblia. Abarca un libro entero de la Sagrada Escritura salpicado, especialmente, de muchos pasajes totalmente autobiográficos. Jeremías, el profeta nacido hacia el año 645 a.C. en una aldea a unos 12 Km. al nordeste de Jerusalén, no puede pensar en su existencia sin pensar, a la vez, que antes que ella está la llamada divina. El vive la experiencia de una absoluta primariedad y primacía del amor divino inclinado hacia nosotros. Jeremías percibe, en una perspectiva de fe receptiva, su vocación como un don total, en medio del cual, rebosándole, Dios tiene en sus manos el principio y el fin. El salmo responsorial de hoy —como raramente sucede uno que otro día cuando no está tomado del libro de los Salmos, sino de un fragmento de otro libro de la Escritura— está tomado de una partecita del capítulo 31 de Jeremías (Jer 31,10.11-12ab.13) en el que Jeremías, consciente de su vocación de enviado, de misionero, contempla ya la acción salvífica de Dios que llegará a todos los pueblos y naciones. 

Guiado por Dios, a partir del capítulo 31 de su libro, Jeremías comienza a proclamar la promesa de restauración del pueblo de Israel, es decir, una nueva etapa que anuncia, en este que es uno de los textos más vigorosos y clarividentes del Antiguo Testamento, una nueva alianza, la que nosotros sabemos que se realiza en Cristo mediante el don del Espíritu y de un corazón nuevo. Los capítulos que, en el libro del profeta Jeremías contienen esta esperanza de salvación, que son el 30 y el 31, se suelen llamar «Libro de la consolación». El cántico con el que hoy oramos, describe un futuro en el que los exiliados «vendrán para aclamarlo al monte Sión y vendrán a gozar de los bienes del Señor». Y no sólo volverán a encontrar el templo del Señor, sino también todos los bienes: el trigo, el vino, el aceite y los rebaños de ovejas y vacas. La alegría prometida no traerá solamente una consolación a lo más íntimo del hombre, pues el Señor cuida de la vida humana en todas sus dimensiones. Jesús mismo subrayará este aspecto, invitando a sus discípulos a confiar en la Providencia también con respecto a las necesidades materiales (cf. Mt 6,25-34) y a cargar la Cruz de cada día (Lc 9,23). Nuestro cántico insiste en esta perspectiva. Dios quiere hacer feliz al hombre entero, hasta el punto de que al anunciar esta anhelada alegría y realización plena, brotan espontáneos el canto y la danza. Será un júbilo incontenible, una alegría de todo el pueblo pero que habrá de pasar por el sufrimiento y el dolor. 

El Evangelio de hoy (Lc 9,43-45) nos muestra a los seguidores de Jesús que, como mucha más gente de su tiempo tenían en su cabeza un mesianismo político, con ventajas materiales para ellos mismos, y discutían sobre quién iba a ocupar los puestos de honor a la derecha y la izquierda de Jesús. La cruz, el sufrimiento y el dolor para alcanza la felicidad y la plena realización, no entraba en sus planes. Por medio de Cristo Jesús nosotros hemos sido liberados de nuestra esclavitud al mal y el Señor nos ha dado su Espíritu que nos guía hacia la posesión de los bienes definitivos con la misma esperanza que Jeremías anhelaba un mundo nuevo. Mientras vamos por este camino cargando nuestra cruz de cada día, nos debemos esforzar por no dejarnos desviar de la meta a la que se han de dirigir nuestros pasos: la posesión de los bienes eternos, en que ya no habrá tristeza, ni dolor, ni penas, sino alegría, gozo y paz en el Señor. Vayamos, pues, tras de Cristo, que vela por nosotros como el pastor cuida su rebaño. Con razón Jeremías, al hablar de esa llegada del Mesías dice que nos llenará de gozo y aliviará las penas. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser fieles al amor a Dios y al amor a nuestro prójimo, para que, cargando la Cruz de cada día, aceptando todas las consecuencia que nos traiga el amar como nosotros hemos sido amados por Dios, nuestro Pastor, no dejemos de anhelar el premio de la vida eterna en donde «ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21,4) sino el gozo maravilloso de estar con el Señor. ¡Bendecido sábado bajo la mirada amorosa de María! 

Padre Alfredo.

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