Ayer y antier tuve la dicha de estar en el hermoso puerto de Veracruz en una visita relámpago a una parte de mi familia de sangre que vive allá, gozando de la alegría y bendición de bautizar a Valentina en Santa Rita de Casia junto al deleite de celebrar la Eucaristía en la Inmaculada Concepción y San Judas Tadeo con algunos de los familiares y amigos muy queridos de esas tierras del café delicioso y el cielo azulado que grita —porque no lo puede contener— que hay un Dios Creador que nos ha dado cosas hermosas en esta naturaleza como ese fastuoso atardecer desde la terraza de la casa de mis primos Letty y Ramón. Desde anoche he vuelto a la realidad de esta Ciudad de México —hermosa y deslucida a la vez— en cuya vida diaria contrasta la infinidad de formas y maneras de ver la vida con su lindura y su monstruosidad y en donde el Evangelio de este domingo me esperaba para recordarme que la belleza o la fealdad de este mundo es solamente algo pasajero que pronto, muy pronto pasará; tan pronto como los 23 años de ordenado que el padre Arturo Torres celebra hoy... ¡Aún recuerdo con gozo aquel día aquí mismo en CDMEX! ¿A poco no, padre Arturo, han pasado volando?
Hoy Jesús vuelve a usar una parábola para hablarnos del Reino de los cielos. Él habla en parábolas para que los que quieran entender, entiendan. Esta vez, compara el Reino de los cielos con diez mujeres vírgenes, cinco necias y cinco prudentes. Les señala a sus discípulos que el que espera la llegada del Reino debe imitar a las vírgenes prudentes con sus lámparas encendidas esperando la llegada del novio que celebrará sus bodas (Mt 25,1-13). Pero... ¿qué quiere decirnos a nosotros esta parábola? Cristo quiere recordarnos que, en medio de la realidad que nos toque vivir, ya sea en un espacio espléndido o feote, en un ambiente precioso o deschistado, en medio de la jungla de la humeada ciudad o junto a las melódicas olas del mar, debemos vivir siempre preparados para encontrarnos con Dios cuando tengamos que comparecer ante él, en cualquier momento que nos llame. Y como no sabemos cuándo nos va a convocar, debemos vivir amando, preparados, listos... es decir, esperándole siempre, durante toda nuestra vida en el lugar en donde la Providencia nos va poniendo a cada momento. El Evangelio de hoy, entre tantas enseñanzas que puede contener una parábola de la del calibre de «Las vírgenes prudentes» me deja una lección que considero muy valiosa: «¡Vive cada instante como si fuera el único momento de tu existencia!».
Hay hombres y mujeres que viven posponiendo la alegría o los compromisos para mañana, gente que a veces está muy segura de que va a disponer de tiempo para hacer las cosas, personas que esperan el mañana para reconciliarse con su hermano, visitar al enfermo, devolver lo que saben que no es suyo, dejar de beber en exceso, comenzar la dieta que marcó el médico, empezar a ser honestos en el o empezar a preocuparse de los suyos. ¡Cuántos se olvidan de que el mañana es aquello de lo que ciertamente no estaremos seguros nunca! Lo que tenemos en este mundo como seguro —mientras el Señor nos llama a regresar a la casa Paterna—es el ahora, el presente y nada más. ¿Hay alguien que sepa con seguridad que mañana va a estar vivo? ¿No será mejor comenzar a hacer hoy todas esas cosas? Así, en caso de que no dispongamos de mañana, al menos habremos comenzado. La Iglesia, como novia del Señor, vive ansiosa y gozosa, sufriente y en medio de pruebas, reanimando las lámparas de tantos miles y miles de cristianos que pertenecen y alimentan su fe en Cristo dentro de ella. La antorcha de la fe seguirá viva si le pedimos a María que aleje de nosotros toda clase de «apagaluces» que pretenden erigirse en fuegos de artificio que intentan apagar la esperanza de una vida eterna y quieren ocultar la grandeza de cada momento que no se volverá a repetir. Seguimos esperando al Señor, manteniendo vivas nuestras lámparas con el aceite de la caridad. Si vivimos la Eucaristía, cada domingo, entendemos que hemos de consagrar todas nuestras energías para formar parte del banquete celestial, seguros de que, si preparamos tantos momentos en nuestra vida (bodas, viajes, empresas, trabajos, comidas) podemos a dedicar ilusión y esfuerzo en preparar ese encuentro de tú a tú con Dios. Creatividad, oración, empeño, ilusión, constancia, gusto y perseverancia, son ingredientes de un buen aceite para la lámpara de nuestra fe y los hay para nosotros en Misa. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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