«Auméntanos la fe»,
es la súplica de los Apóstoles en el Evangelio que la liturgia de hoy nos
invita a meditar (Lc 17,1-6) y que bien nos viene en tiempos como los que
vivimos. Al leer este pasaje me vino, por supuesto, la idea de unirme a ese
clamor de los discípulos y pedir más fe, esa fe que la Sagrada Escritura
muestra y nos la describe de mil maneras. La Sagrada Escritura nos dice que por
ella vivimos y sobre ella somos edificados (Hab 2,4; Jds 20), que por medio de
ella recibimos al Señor y andamos en sus caminos (Col 2,6), que sin ella es
imposible agradar a Dios (Hb 11,6), que por ella nos podemos presentar
justificados (por la reconciliación en el sacramento) delante de Dios (Rm 5,1),
que es nuestro escudo contra Satanás (Ef 6,16; 1 Ped 5,9), que por medio de
ella conocemos la gracia de Dios y alcanzamos la salvación (Ef 2,8), que por
ella servimos a Dios y hacemos buenas obras (St 2,17; Ef 2,10), que por ella alcanzamos
las promesas de Dios (St 1,5-6; Hb 11,33) y que por ella vencemos al mundo (1
Jn 5,4).
Unido al ruego de
los Apóstoles yo también pido al Señor ¡Auméntame la fe! ¡Auméntamela, Señor,
que buena falta me hace! Estoy convencido de que, entre más clame al Señor en
la oración y en la vivencia profunda de la celebración de la Eucaristía, más conoceré
al dador de esta fe y más se relacionaré con él que es quien fortalece mi
débil, enclenque, pero certera fe. Me cala hondamente escuchar que el Señor
dice: «Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza,
podrían decirle a ese árbol frondoso: “arráncate de raíz y plántate en el mar”
y los obedecería» (Lc 17,6). Sí, me cala porque sé que solo con mucha fe en
Dios es posible llegar hasta el punto de tener un amor tan grande que nos haga
capaces de darlo todo sin esperar nada a cambio. Humanamente hablando, a los
ojos del mundo, amar así es una locura y un escándalo, pero para el que tiene
fe esta actitud debe ser expresión de la sabiduría divina que nos ama infinitamente.
Decía san Pablo: «Mientras que nosotros anunciamos a Cristo crucificado,
escándalo para los judíos, locura para los paganos» (1Cor 1,23).
Vuelvo a la
súplica de los apóstoles de que les aumente la fe, y veo también que Jesús
contesta con una «fe milagrosa», una fe que es capaz de arrancar árboles y
plantarlos en el mar. El Señor vuelve a utilizar ese lenguaje que exagera, la
hipérbole que consiste en exagerar lo que se dice hasta darle una dimensión
increíble. Si leemos atentamente el contexto de este pasaje, descubriremos que
lo que Jesús está proponiendo no es ver y entender la fe de una manera «mágica»
con «poderes sobrenaturales», sino abrazar y vivir la fe en lo ordinario, en lo
pequeño, en lo cotidiano de la vida. La comunidad de discípulos-misioneros, en
oración con María, la Madre del Señor, tiene que recibir la fe como el grano de
mostaza, que es pequeña, pero capaz de transmitir vida. La comunidad de
creyentes tiene que abrazar esta manera de vivir la fe precisamente como María,
que no busca grandeza ni poder, sino germinar en el corazón la confianza en que
los planes del Señor son los correctos. Por eso la Sagrada Escritura nos dice
que María guardaba muchas cosas en el corazón para meditarlas (Lc 2,19). La fe
que el Señor requiere, como condición para seguirle, para amarle y hacerle
amar, no es realizar cosas extraordinarias, sino más bien abrazar lo ordinario
y cotidiano de la vida, san Lucas nos presenta la fe vivida, una fe auténtica que
la Iglesia primitiva irá viviendo como algo que distingue a los verdaderos
hombres y mujeres de fe, de los falsos hermanos (1 Tim 4,1). Esta es la fe que necesitamos
para ser parte de la familia de Jesús. No se requiere una fe asombrosa o
mágica, sino una fe simple, sencilla y atenta a la voluntad de Dios... ¡Tengan,
pues, cuidado! (Lc 17,3).
Padre Alfredo.
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