Mi pequeño pensamiento para hoy —que parece no ser nada pequeño porque no se sintetizar— en torno al Evangelio, se abre con la pregunta que hacen los saduceos —que no creen en la resurrección de los muertos— a Jesús (Lc 20,27-40). Le proponen un caso exagerado sobre la ley del levirato —si un varón moría sin descendencia, uno de sus hermanos tenía que casarse con la viuda para perpetuar su nombre en los hijos que tuvieran (Dt 25,5-10)—: Si la mujer queda viuda siete veces, ¿Qué ocurrirá en la otra vida? ¿De cuál de todos sus esposos será la mujer? Es una cuestión para dejar a Jesús sin palabras. Pero, en primer lugar, nuestro Señor critica esta visión tan pobre de pensar que el mundo futuro será como el de aquí. La vida definitiva, aunque es prolongación de esta, no puede ser reproducirla sin más. Es una vida totalmente nueva que podemos esperar, pero nunca describir o explicar. Por un lado, el «cielo» es una novedad que nos espera para toda una eternidad, y por otro, una dimensión en la que se dará cumplimiento pleno a nuestras aspiraciones más profundas. Para explicar esto, Cristo se apoya en la Escritura (Ex 3,6). Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Es el Dios de la historia. Su nombre lleva huellas históricas: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob... En él todos están vivos. Fuente inagotable de vida, Dios no vive rodeado de muertos. La muerte no puede destruir el amor y la fidelidad de Dios. Dios contempla llenos de vida a nuestros difuntos, acogiéndolos en su amor.
Nuestra fe es fe en el Dios vivo y resucitador. Es fe que no nos deja encerrarnos en lo finito e inmediato. Es fe que nos mantiene en vela, anhelando el futuro interminable. La fe del discípulo-misionero es confianza en Dios, que hace posible lo que parece imposible; que cumple sus promesas, a veces por caminos desconocidos y «extraños» para nosotros. Es fe que resucita a los muertos. Y por cierto, me parece una «Diosidencia» maravillosa que esté haciendo mi reflexión, con este texto, pensando en mi querida Conchita Martín del Campo, que en la madrugada del día de ayer fue llamada a la Casa del Padre luego de una larga enfermedad que, entre visita y visita, fui viéndola abrazar como regalo de Dios para alcanzar la vida eterna. A lo largo de años y meses fui acompañando de vez en cuando a la señora Conchita con un cariño y gratitud de hijo adoptivo —porque así, como hijo, me hizo sentir siempre, desde jovencillo— despertándome una admiración profunda. ¿Cómo vivir la fe en el lecho del dolor? Lo vi en Conchita. ¿Cómo tener una visión adelantada del cielo? Lo vi en Conchita. ¿Cómo ver de lejos o de cerca esta cita ineludible llamada muerte? Lo vi en Conchita. Mi última visita en octubre, dándole la comunión, me mostró, en su lecho de dolor, la antesala del cielo.
Hoy, al ir terminando el año litúrgico, el Evangelio nos propone este texto sobre la resurrección de los muertos y la «vida eterna». Los que creemos en Jesús, creemos que Dios no abandona a nuestros difuntos, que estos no son seres etéreos que vagan por mundos desconocidos o iguales al nuestro, como algunos quieren hacer creer a la gente hoy. Morir no es perderse, sino vivir, como dijo santa Teresita: «¡No muero, entro en la vida!» Morir es entrar en la vida de Dios, en su vida para siempre, transformados por su amor. La muerte nos sumerge en una nueva forma de comunión que atraviesa las fronteras del espacio y el tiempo, porque «el amor no pasa nunca» (1Cor 13,8). Sin embargo, la fe no nos ahorra ese dolor que produce la pérdida de aquellos a quienes amamos. Pienso ahora en mi querido profesor José Hernández, el esposo de Conchita, también visitado por Dios en la enfermedad, y lo encomiendo a María, como me encomiendo yo y los encomiendo a todos, porque a Ella, la excelsa Madre de Dios, nos acompaña sobre todo en esos momentos de sentimientos encontrados. Pienso en lo que la Virgen le prometió a santa Matilde y con esto cierro mi reflexión hoy que es sábado dedicado a María Santísima: «A todos los que piadosamente me sirven, les asisto fidelísimamente, como Madre piadosísima. Les consuelo y amparo».
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario