El día de hoy celebramos en nuestro México lindo y querido un aniversario más de la Revolución, esa revolución del pasado, a la que es importante que, como discípulos-misioneros respondamos con la revolución del presente. No una revolución armada, sino una revolución interior, en la mente y en el corazón, una revolución —conversión— que crezca en anhelos de construir una nueva civilización del amor y establezca la paz interior, la única capaz de transformar el fuero externo. Una revolución que nos quite la ceguera de pensar que con las armas o la violencia se puede cambiar definitivamente algo. ¿Cuántos años han pasado de aquellos enfrentamientos sangrientos y cuánto se ha logrado cambiar? Mientras no haya esa revolución interior que los cristianos llamamos así: «conversión», el mundo seguirá sumergido en sus tejes y manejes, seducido por ideas que parecen mesiánicas y que están muy lejos de llegar a brindar la verdadera y auténtica libertad a la que estamos llamados. No niego que la Revolución Mexicana haya traído cambios a la nación, pero los cristianos tenemos mucho, mucho más que hacer por nuestra tierra, mientras llega el momento del juicio del que esperamos salir absueltos para abrazar la vida eterna.
En el Evangelio de hoy, aparece un ciego que, ante la pregunta de Jesús, cuando es llamado por Él debido a los gritos que daba, expresa: «¡Señor, que vea!» (Lc 18,41). Aquí y ahora también Jesús escucha el grito de tantos pobres que el mundo poderoso no quiere escuchar. De hecho ayer el Papa Francisco celebró la Jornada Mundial de los Pobres y, en su mensaje afirmaba: «Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad» (Mensaje del Santo Padre Francisco, Primera jornada mundial de los pobres n0 5. Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, 19 de noviembre de 2017). ¿Y qué no es esto una revolución?
Jesús le dijo al ciego «Recobra tu vista; tu fe te ha curado» (Lc 18,42). Y al instante aquel hombre recobró la vista y seguía glorificando a Dios. La curación es el fruto de su fe en Jesús. Curado, vive una revolución en su interior y sigue a Jesús y sube con él a Jerusalén donde será crucificado. De este modo, se vuelve discípulo-misionero, modelo para todos nosotros que queremos «seguir a Jesús por el camino» hacia Jerusalén buscando un cambio de vida. ¡Esa es la auténtica revolución! Creer más en Jesús que en nuestras ideas materialistas que aspiran a cambios superficiales. La verdadera revolución se alcanza siguiendo a Cristo, y éste —como dice san Pablo— crucificado (1 Cor 2,2), pues la cruz no es una fatalidad, ni una exigencia de Dios sino un instrumento de cambio. Desde ahí el Señor Jesús revolucionó al mundo. María estaba al pie de la cruz (Jn 19,25) y ahí, en Juan, nos recibió a todos como hijos para que, nosotros también seamos revolucionarios al estilo de su Divino Hijo. Ella nos forma y nos contagia de su «sí» a los planes del Padre para creer en Jesús y entregarse (Lc 9,23-24), para aceptar ser los últimos (Lc 22,26), para beber el cáliz y cargar con la cruz de cada día (Mt 20,22; Mc 10,38) y, al igual que el ciego, aun teniendo las ideas no muy claras, nos decidamos a «seguir a Jesús por el camino» (Lc 18,43). En esta certeza de caminar con Jesús está la fuente de la audacia y la semilla de la victoria sobre la cruz. ¡Qué tengamos un día lleno de bendiciones y que sigamos trabajando en la «revolución» de un corazón que sea nuevo!
Padre Alfredo.
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