Estamos casi por terminar el año litúrgico y san Lucas nos ha llevado en la lectura diaria del Evangelio de la mano de Jesús en un largo viaje que culmina en Jerusalén (Lc 19,41-44). Es precisamente en las cercanías de esta ciudad, en donde se sitúa el pasaje que se nos propone meditar para el día de hoy. Después de la entrada mesiánica de Cristo en las afueras de la gran ciudad, san Lucas nos comparte esta «lamentación por Jerusalén». Jesús llora contemplando la ciudad y sus habitantes (Lc 19,41). Algunos detalles del texto son impactantes por su contenido. En primer lugar hay un notable contraste entre la alegría de la escena de la entrada mesiánica (Lc 19,36-38) y el llanto de Jesús de este momento. En las afueras, Jesús fue aclamado festivamente como Mesías, pero ahora se detiene y llora de pena por la ciudad cuyo nombre viene del latín «hierosolima» (del hebreo «Ierushalaim» ירושלים) que significa «Ciudad de la Paz», evocando la ruina de Jerusalén que puede hacer alusión a la del año 587 o a la del año 70 de nuestra era, de la cual no describe ninguno de sus rasgos característicos, pero presenta una profecía llena de realismo.
Esa realidad de destrucción histórica que contempla proféticamente el Mesías, es, en definitiva, signo de algo más profundo: Jerusalén no reconoce en este día la presencia de su divino salvador que es portador de la gracia divina y no lo reconocerá. Ese es el gran contraste. Ese es el misterio que encierra el pasaje. Los representantes religiosos de la «Ciudad de la Paz» rechazan al Mesías, príncipe de paz. No reconocen que este es para ellos su momento decisivo, que aquella visita constituye una gran oportunidad de encuentro con Dios. No reconocen el tiempo de gracia y rechazan a su salvador. ¡Qué gran paradoja: lo tienen delante y no lo ven! Le es enviado al pueblo un Mesías redentor que viene a establecer la paz y no lo reconocen. Con razón san Juan en su hermoso y profundo prólogo escribirá: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Dios está oculto a sus ojos como lo está aún a los ojos de muchos que hoy tampoco lo quieren ver o que no lo ven porque nadie les ha hablado de Él. Así, todo discípulo-misionero del Señor, debe comprender y asimilar que el motivo del llanto de Jesús no es simplemente la suerte de la ciudad con toda su belleza y esplendor. Cristo, después de arribar a Jerusalén luego de una larga peregrinación y después de ser aclamado momentáneamente, no está pensando sólo en el sufrimiento de sus habitantes; está pensando en la negativa humana a recibir la salvación rechazando la paz. Pero Él sabe también que ese poder de rechazarle no va impedir el amor salvador de su Padre Dios. Simplemente la historia de la salvación seguirá otros caminos gracias a la acción del Espíritu Santo.
Jesús entra en Jerusalén, montado en un burro –como lo recordamos cada Domingo de Ramos– y sus discípulos y la demás gente lo aclama gritando «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21,9). Todo es júbilo y algazara entre la gente, pero aquello contrasta con un Cristo de ojos llorosos sufriendo y profetizando, a la «Ciudad de la paz», su destrucción. Hoy nosotros vivimos, en muchas de nuestras ciudades asoladas, un tiempo en el que nos vemos sacudidos por la violencia, en el que reinan e imperan una serie de criterios fundamentalistas y egoístas que fracturan la convivencia pacífica causando más daño y víctimas que el pasado terremoto del 19 de septiembre en Ciudad de México. Nuestra fe en el Mesías está erigida sobre la paz y el amor entre todos, pero se malinterpreta y se usa como excusa para la indiferencia, quedándose muchas veces en la vivencia de una fe de una especie de sensacionalismo equiparable al de aquella entrada triunfal. Jesús, en este momento tan crucial de su vida, perdona, no impone, pero tampoco se queda callado haciéndoles creer que bastará con esa fiesta provisional y momentánea para hacerle sentir que su obra redentora está completa. Él, entrando así a la ciudad, montado en un burrito y llorando de tristeza, habrá de subir también a la Cruz, invitándonos a ser como Él: «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Aprendamos, pues, a ser como Él y su Madre santísima, no gente de fe enclenque y de una emotividad superficial y ruidosa, sino serenos constructores de paz, sembradores de concordia, heraldos de amor. Hoy es jueves eucarístico y sacerdotal, una buena oportunidad para estar con Él y acompañarle en su dolor. ¡Han de dispensar mi larga reflexión de hoy!
Padre Alfredo.
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