Y Jesús sigue de camino a Jerusalén... Ya varias veces he mencionado que casi una tercera parte del evangelio de san Lucas va mostrando el camino de Jesús hacia Jerusalén para encontrarse con el signo final de su amor por nosotros, la muerte y su resurrección. He dicho también que de camino, Jesús nos va dejando señales, milagros y enseñanzas. Hoy el evangelista nos remite a una curación milagrosa de unos leprosos (Lc 17,11-19). La lepra sigue siendo aún una enfermedad terrible. En tiempos de Jesús, la persona afectada era proscrita, es decir apartada de todos, recluida con otros leprosos que portaban al cuello una campana para avisar que no se les acercaran porque eran impuros, mientras gritaban: «¡Apártense de mí porque soy un leproso!»… Una verdadera exclusión social. Pero Jesús presta atención a todos y escucha la súplica de diez de ellos que le dicen: «¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!» (Lc 17,13) y toma la determinación de hablarles y regalarles la curación no de inmediato sino de camino al encuentro de los sacerdotes a quienes los envía (Lc 17,14).
Aquellos pobres hombres confían en Jesús y captan que deben ir donde el sacerdote como si ya estuvieran curados, porque era el sacerdote quien debía verificar la curación y dar el atestado de pureza (Lv 14,1-32). Pero, en realidad, el cuerpo de aquellos diez seguía cubierto de lepra. Sin embargo, ellos creen en la palabra de Jesús y van donde el sacerdote. Y resulta que mientras van de camino, se realiza la curación y quedan purificados. Ellos tenían que creer en la palabra de Jesús. Para nueve de ellos fue suficiente saberse curados y así, volvieron a sus vidas ordinarias. Pero hubo uno que sintió una llamada más fuerte, una resonancia interior de aquella voz de Jesús que quedó grabada en su corazón y le empujó a ser agradecido. Podemos decir que, además de la curación física, a este hombre le llego la curación espiritual, la más grande. Obtener la pureza significó para aquel pobre hombre un regalo inmenso. La cosa es que aquel que se arrojó los pies de Jesús no fue uno de los judíos, sino un extranjero, un samaritano (Lc 17,16). Reconoció en Él a su salvador. Tuvo fe, y su fe le salvó. Cristo le dio la vida eterna, la salud, la salvación para siempre.
La gratitud y la gratuidad no forman parte del vocabulario de muchas de las personas de nuestro tiempo, y muchos de ellos se presentan como «católicos». En la parábola del evangelio de ayer, Jesús había formulado la pregunta sobre la gratitud: «¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?» (Lc 17,9) Y la respuesta era: ¡No! Este samaritano que vuelve para agradecer la curación representa a las personas que tienen la conciencia clara de que nosotros, los seres humanos, no tenemos mérito, ni crédito ante Dios. Todo es gracia, empezando por el don de la vida. Hay que pedirle mucho a Dios que tenga compasión de nosotros como la tuvo de aquellos diez leprosos. Hay que pedirle que nos sane, por fuera y, sobre todo, por dentro como aquel que le dio las gracias. Y cada vez que sintamos su misericordia, darle gracias por haberle encontrado, porque nos ha hablado, porque nos ha redimido. Si recurrimos a María y le pedimos que nos ayude a ser agradecidos, Ella con gusto nos remitirá a ver todas las maravillas que el Señor ha hecho en nosotros como lo hizo en ella (Lc 1,49). La beata María Inés, dirigiéndose a Jesús le dice: «Señor, tus misericordias llenan mi vida entera: tus misericordias llenan mi alma de gratitud, tus misericordias hacen que estalle en un himno de amor y agradecimiento». ¿Por qué no estallamos como ella nosotros también? ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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