Viendo el Evangelio que la liturgia de este domingo nos ofrece, tomado de san Mateo 23,1-12, me pongo a pensar en lo siguiente: Todos los lunes, de 7:00 p.m. a 8:30 p.m. y ahora últimamente los viernes de 5:00 p.m. a 6:30 p.m. imparto, respectivamente, clases de Cristología y de Liturgia aquí en la parroquia de Fátima y, por lo menos a esa hora, muchos dicen que soy su «maestro». ¡Cuánto desearía ser digno de ser llamado maestro! Pero sé que me falta mucho y que, Maestro, solo es el Señor. Cada día celebro la Eucaristía, casi siempre a las 8 de la mañana, algunas veces a las 6 de la tarde y los sábados por la noche a las 8. Todos los domingos, ordinariamente a las 8, 11:30 y 7 de la tarde presido de igual manera la celebración que nos une como comunidad parroquial celebrando la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía y, por lo menos en esas horas, la gente me llama «padre» ¡Cuánto desearía ser digno de ser llamado padre! Pero sé que me falta mucho y que, Padre, solo es Dios. A veces la gente, en las confesiones de los jueves, en las citas de dirección espiritual, en las visitas a los enfermos o en el acompañamiento a los grupos parroquiales me dicen: Usted es nuestro «guía». ¡Cuánto desearía ser digno de ser llamado guía! Pero sé que me falta mucho y que, Guía, solo es Cristo.
Pero, por otra parte, y profundizando un poco más, no se puede hacer a un lado el hecho de que Jesús era judío y que, como habitualmente lo hacían los rabinos de su época, en sus enseñanzas utilizaba el género literario de la exageración para dejar en claro algunos puntos clave de su doctrina. Prueba de ello son sus conocidas palabras en cuanto a «arráncate la mano que te hace pecar» (Mt 5,30), «el que no odia a su padre y a su madre no es digno de mí» (Lc 14,26), o «No vine a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10,34) entre otras más. A pesar de estos mandatos tan claros, los discípulos-misioneros no andamos por ahí de mancos y tuertos, ni abandonando a la familia, sino que hemos entendido cada una de estas palabras en su contexto. De igual forma, el sentido de no llamar Maestro sino solo a Cristo, Padre a nadie más que a Dios y guía sólo a Cristo, como nos recuerda el Evangelio de hoy.
Así que, ante esto, me detengo a reflexionar finalmente un poco más y creo que no puedo detenerme en el significado de unas palabras visto solamente desde el plano meramente lingüístico como hacen muchos de nuestros hermanos separados y esperados, sé que debo ir más allá. ¡Quiero, me gustaría, tengo la ilusión más que nada, de ser, ante todo, hermano y servidor! Esto sí que me lo permite el Señor por mi vocación y... ¡ojalá lo consiga! Debo ser consciente de que seguiré escuchando que me llamen «maestro», «padre» y «guía». Porque, desde mi realidad sacerdotal, como mensajero de la Palabra de Dios, debo darme cuenta de que tengo que llegar a vivir una realidad que san Pablo, el misionero por excelencia, expresa de forma muy clara cuando dice: «Y ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Todo lo que vivo en lo humano lo vivo con la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). En 1 Corintios 4,14-21, san Pablo se revela como un auténtico padre en la fe. Había engendrado a los corintios por la suministración del Evangelio de Cristo. ¡Y que corazón de padre tenía el santo apóstol! Si queremos entender más de esto, podemos dirigir nuestra mirada este domingo a la Virgen María, que ella, en su condición de mujer, es siempre «maestra» en la fe, que vive plenamente una fecunda «maternidad» y que es «guía» segura para ir a Cristo. Pidámosle a ella que interceda para que todos, obispos, sacerdotes, ministros diversos, agentes de pastoral, catequistas, etc, seamos conscientes de que nuestra tarea es servir a la comunidad, para que con nuestro trabajo contribuyamos a formar la familia de Dios, reunidos como hermanos y hermanas en torno a la mesa de la Eucaristía, sin que nadie quede excluido. ¡Qué tengan un domingo lleno de bendiciones participando con gozo en la Santa Misa!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario