El cumplimiento del sábado, para el pueblo judío, era la forma de reconocer la magnificencia y la soberanía de Dios. Pero, como ocurre a veces aún en nuestros tiempos, la importancia de la preocupación del hombre por Dios se exageraba de manera cultual y no dejaba espacio para la preocupación del hombre por el hombre, o de Dios por el hombre. San Lucas en el Evangelio, nos cuenta de un caso en el que sucede exactamente esto (Lc 14,1-6). Los fariseos ponían la ley del sábado por sobre todo, incluso sobre el hermano pobre o enfermo. En una comida, Jesús, que nunca esconde su mensaje, no desperdicia la oportunidad de hacer ver que la ley más grande de Dios es el amor. Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, no hace acepción de personas (Rm 2,11). Por eso somos capaces de encontrarlo en los lugares más diversos de Jerusalén y de las ciudades extranjeras; en las casas de judíos galileos o de fariseos practicantes; entre gente acomodada y rodeado de exilados y pecadores; con hombres y con mujeres de todas las edades. Porque de lo que se trata, en última instancia, es de liberar de todas aquellas ataduras que hacen del hombre un ser dominado y oprimido. Bien por realidades que sean externas a él o por lo que anida en su corazón.
Si el discípulo-misionero se hace solamente «observante de los deberes religiosos» alegando, como los fariseos, que es «piadoso», pero cumple sin una vida interior de calidad, su relación con Dios se debilita, porque su vida ordinaria se vacía de amor a Dios y a los hermanos. Devolviendo la salud al enfermo de hidropesía, Jesús nos invita a vivir en favor de los que sufren y de los que son poco valorados y apreciados. Nos invita claramente a «bajar» del pedestal que ocupamos como sacerdotes, como consagrados, como ministros extraordinarios de la comunión, como coordinadores o miembros de grupos diversos que nos hacen estar «más cercanos a Él» para vivir como Él y en Él en la humildad y en la valentía de la bondad. Así mismo nos invita a aceptar y ofrecer a Dios el rechazo de los demás, actuando, a pesar de ello, con misericordia. Él nos enseña que para no caer en la falsedad de los fariseos, es absolutamente necesario que vivamos en el amor y hagamos que ese amor se pueda difundir por todas las partes del mundo. En el centro de la vida de Cristo late la preocupación por cada hombre concreto, por cada situación concreta que enferma o mata al hombre en su exterior o interior y hay que cambiar.
San Martín de Porres, el santo al que celebramos hoy, nos puede enseñar bastante de esta materia con su propia vida. Martín se aferró a Jesús Eucaristía con gran devoción y se entregó, al mismo tiempo, a socorrer a los enfermos y necesitados. Siempre alegre, no podía disimular su gozo, le brotaba en todo cuanto decía o hacía, porque conocía a Dios a la luz del mismo Dios y lo transmitía, como a él se le entregaba…A Martín lo buscaban porque era el santo que acercaba a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. Era consciente de que Jesús, su Señor, caminaba con él. Él tenía, así, un gran motivo para vivir alegre. Vivía como la Virgen, «alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc. 1,28). Uno vive en la medida que ama y según la calidad de su amor. El amor se desarrolla al darle gloria a alabanza a nuestro Dios y hacer felices a los demás, proyectándoles nuestra fe. Hagámonos también otros Cristos, como san Martín de Porres, adorando a Jesús Eucaristía y aliviando las necesidades de los demás con generosidad. No olvidemos que el verdadero mal es el pecado. Aprendamos, con la gracia de Cristo, a combatir y a vencerlo dentro de nosotros mismos y en relación con los otros. San Martín de Porres, si se lo pedimos, nos ayudará. ¡Es viernes y los discípulos-misioneros de Cristo lo sabemos!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario