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A Jesús le duelen las excusas para no seguirlo y participar del banquete que en su Reino nos ofrece. El terreno que compró aquel hombre que aparece en la parábola, no era más importante que el Banquete de bodas (Lc 14,18); los negocios son importantes, ¡cómo voy a decir que no! ¿Pero es forzoso hacer arreglos, precisamente cuando el Señor nos espera en la sala del Banquete? (Lc 14,19). Los bueyes, tus trabajos o los míos, no pueden apartarnos de Cristo. ¿Que alguien se acaba de casar?¡Maravilloso! Hay que felicitarle, pero ¿es esa una excusa válida para desairar la invitación al banquete? (Lc 14,20). ¿Cómo es posible que hoy tanta gente —cada vez más— ponga tantas excusas para estar donde todos hemos sido invitados para vivir la alegría de los hijos de Dios? Puede ser que les parezca que el banquete y lo que en él se come, no merezca la pena. Puede ser, pero han olvidado que ha sido preparado como el mismísimo cariño que allá, a orillas del Lago de Galilea el Señor les tenía algo a sus apóstoles para comer... (Jn 21,5). Puede ser que haya a quienes les parezca que el banquete es demasiado para ellos... La invitación al banquete la ha cursado alguien que decide sean muchos los que participen.
Hablar del banquete del Reino de Dios es hablar de salvación, de felicidad plena, de proyecto verdaderamente humano. Por eso Jesús encuentra en un banquete, la mejor expresión que puede explicar un poco, como dando un adelanto de lo que el Señor nos tiene preparado al terminar nuestro peregrinar por este mundo. Este banquete tiene resonancias eucarísticas. Antes de la comunión, en cada Misa que celebramos, escuchamos al sacerdote que preside la celebración decir, mostrando la Hostia Consagrada al pueblo: «¡dichosos los invitados a la cena del Señor!» Luego, nos acercamos a comulgar y la Eucaristía sabe a cuerpo de Cristo, a servicio, a hermanos, a unidad y amor, y por lo tanto a comunidad de discípulos-misioneros. ¡Jesús proclama hoy la alegría que viene de la mano de todo esto: el Reino se hace presente cuando estamos celebrando la Eucaristía. Allí está siempre María, la Madre del Señor, la que ha preparado el banquete en nuestro mismo corazón para recibir a su Hijo Jesús. Ella nos alienta a hacer hermanos, a formar comunidad a vivir y convivir con Cristo, Pan de Vida, alimento de nuestras almas. Sí, «¡dichosos los invitados a la cena del Señor!». Con ella pedimos que esa dicha nos acompañe todo este día de martes y siempre. ¡Me encomiendo a sus oraciones!
Padre Alfredo.
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