Casi cada día, amanezco haciendo mi oración de la mañana con el salmo responsorial de la Misa de cada día. Esta parte que siempre ha formado parte integrante de la liturgia de la Palabra; y lo ha sido de forma sencilla: el cantor, desde los primeros tiempos del cristianismo, al celebrarse la Eucaristía, entonaba, después de la primera lectura, un verso o antífona que luego repetían todos los fieles, y así contestaban a cada estrofa. Se conocía antiguamente como el «Gradual», porque se cantaba desde las gradas o escalones del ambón. Así que es muy conveniente que, en Misa, el salmo responsorial sea cantado, al menos la respuesta que le pertenece a los fieles. Es decir el salmista o quien cante el salmo, desde el ambón, debe proclamar las estrofas mientras que toda la asamblea participa por medio de la respuesta. (cf. Instrucción General del Misal Romano, 61). Tanto fue el aprecio de la Iglesia por el salmo responsorial, que algunos de los Padres de la Iglesia —los sucesores de los Apóstoles— predicaban muchísimas veces al pueblo partiendo del salmo que se había cantado o comentando incluso el mismo salmo, versículo a versículo. Así tenemos comentarios a los salmos de san Hilario de Poitiers, una serie de Orígenes, una carta-tratado de san Atanasio para interpretar los salmos, una colección de homilías de san Juan Crisóstomo, o las magníficas «Enarrationes» sobre los salmos del gran san Agustín.
Pero, como toda regla, hay excepciones y este día la liturgia nos presenta una de ellas. El salmo responsorial de hoy no es del libro de los salmos como de ordinario, sino del primer libro de las Crónicas, este libro de la Escritura que en algunas de nuestras Biblias viene como «Paralipómenos», del griego paraleipomena, que significa «lo omitido» o «lo adicional», pues es un libro que incorpora libremente referencias a textos complementarios; además, tiene una nueva visión de los hechos narrados en Reyes y Samuel, enfatizando en el rey David como modelo de rey unificador del pueblo de Israel. En éste y otros libros bíblicos, hay salmos que han quedado incrustados allí como cánticos o himnos. Con el salmo responsorial de hoy (1Cron. 29,10-12), la Iglesia quiere que reconozcamos que todo nos viene del Señor. Y si del Señor recibimos los bienes, ¿no recibiremos también los males? Él más que nadie sabe lo que es mejor para nosotros, aunque a veces sus actitudes duelan, como seguramente dolieron a los que contemplaron la escena que hoy nos narra el Evangelio en la que Jesús vuelca las mesas de los vendedores en el Templo que habían profanado el lugar sagrado haciendo comercio a su favor (Lc 19,45-48). Este pedacito del primer libro de las Crónicas nos ayuda a ver a Dios en su gran bondad, a ese Dios que se ha hecho presente en nuestros corazones. Él está por encima de todos los reyes de la tierra, pues de Él procede toda potestad en la tierra, por eso lo merece todo y por eso hacemos del Templo nuestra casa de oración por excelencia. Es desde el Templo en donde todos, juntos, como hermanos, nos reconocemos hijos de un mismo padre.
Nosotros nos alegramos por tener al Señor, no sólo como Rey, sino como nuestro Dios y Padre, como centro de lo que somos y hacemos y por eso no podemos profanar el lugar sagrado sino cantarle, alabarle, darle gracias y suplicarle su perdón. Él es quien levanta al pobre y desvalido para sentarlo entre los grandes. El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, habiendo vivido en pobrezas y sufrimientos, ahora Reina glorioso. Él espera, de quienes creemos en Él, que sigamos sus huellas, pues no hay otro camino para llegar a Él. Sea Él bendito por siempre. Es fácil desde esta actitud de mujeres y hombres orantes que podemos entender tanto el sentido de estos dos textos de la Misa de hoy. Y es que sigue habiendo «mercaderes en el Templo». Y sabemos que cada mujer y cada hombre es un «templo del Espíritu Santo» y hay muchos cuyos templos están siendo profanados con todo tipo de abusos morales y físicos. Este panorama debería, como dice uno de los autores que he leído esta mañana, «quemarnos» las entrañas y suscitar en nosotros una pasión por lo que es sagrado: «Cada ser humano». ¡Cuántos atropellos a la dignidad humana! Cada aborto, cada violación, cada acto de esclavitud, cada acoso, es una verdadera profanación. Nosotros, como María, nos deberíamos de encaminar presurosos, deberíamos salir en defensa de quien lo necesita, como los novios en Caná... ¿Qué está en nuestras manos? Seguro que algo podemos hacer, como Cristo, que no se detuvo cuando tuvo que actuar así como lo vemos hoy... o tú que lees esto ¿qué piensas? ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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