Apenas viendo el salmo responsorial que la Liturgia de la Palabra de este lunes nos presenta (Sal 68 [69],30-31.33-34.36-37), resaltaron a mi vista los renglones del mismo que dicen: «El Señor jamás desoye al pobre, ni olvida al que se encuentra encadenado» y sentí el impulso de pedir por tanta gente, tantos hermanos nuestros que, desde la pobreza material y/o espiritual recurren al Señor en oración y esperan que Él rompa las cadenas que los tienen atados; pienso en los que están encadenados también a un pecado recurrente y claman desde su pobreza ser liberados; pienso en los que injustamente están encarcelados y en los que viven en opresión por quienes abusan de ellos; pienso en «los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos» de los que habla el Evangelio de hoy (Lc 14,12-14) y me queda claro que el Señor siempre quiere que nuestra oración y nuestros sacrificios traspasen siempre el primer círculo que nos rodea y que no se queden solo allí pidiendo solamente por nuestra familia, por nuestro medio ambiente, por nuestros amigos... que es como una prolongación de nosotros mismos, sino que vayan más allá, siempre más allá por esa condición de discípulos–misioneros que adquirimos desde el bautismo.
Cuánta gente cuida muy bien y con detalle de invitar a ser parte de su círculo sólo a personas «escogidas» de su misma clase social, de la misma posición en el trabajo, y del mismo rango en su saber contrastando esto con el Cristo del Evangelio para el que no había distinción en su círculo de clase social (Lc 14,12-14; St 1,9; 2,1-6), de razas (Rm 10,12; Cor 12,13; Gal 3,28) ni de tipo de vida (Lc 7,36-50; Lc 19,1-10). ¡Me cautivan las comunidades que son así! Esos espacios hermosos y valiosos e la Iglesia donde todos caben, donde todos comprendemos que somos peregrinos en este mundo y vamos todos como peregrinos hasta llegar a la Casa del Cielo. Ayer tuvimos la peregrinación a la Basílica de Guadalupe —en Monterrey— de la comunidad parroquial en donde ejerzo mi ministerio sacerdotal, la parroquia de «La Coronación de la Virgen del Roble» junto con nuestros hermanos de la parroquia del «Espíritu Santo», mi parroquia de origen, la parroquia donde está mi casa paterna y donde descansan las cenizas de mi padre apenas hace unos meses fallecido, la comunidad que los lunes me invita al programa de radio de «Nazareth, la Casa del Amor»... peregrinamos juntos danzantes, acólitos, gente de todos colores y sabores, seminaristas y sacerdotes...
Sí, ayer peregrinamos como Iglesia, como pobres siempre necesitados del Señor, como hijos pequeños que, seducidos por tantas cosas que en el mundo nos atrapan y nos quitan la libertad, confiamos en que sólo el Señor da la libertad y por eso fuimos a la casa de su Madre Santísima, allí donde todos nos sentimos familia, donde todos somos hermanos, donde no hay cadena alguna que nos quite la libertad de rezar, de cantar, de alabar y de gozar de la alegría del Banquete Eucarístico que nos da un adelanto del cielo. ¡Cómo gocé de ver desde los niños pequeños, los adolescentes, los jóvenes, personas mayores, familias completas y nuestro querido Juan Coronado que, empujado por su hijo en la silla de ruedas me dijo «¡padre, ahora traje carro!»... Caminamos unas 700 personas desde la Alameda Mariano Escobedo encabezados por esa legión de matachines —o matlachines como se llaman también— de los grupos de la parroquia del «Espíritu Santo», rezando el Santo Rosario y cantando. Así, las palabras que el salmista hoy nos presenta, se hicieron vida en nuestros corazones experimentando la maternidad de María cuyas palabras en el Tepeyac no fueron solo disertaciones de un momento con el indio san Juan Diego, sino verdad plena que solo pueden salir de un corazón que desde su pobreza sabe que todo lo que tiene para dar es el amor de su Hijo Jesús: «Quiero que se me construya un templo aquí, para mostrar y dar mi amor y auxilio a todos ustedes». Cómo que después de la experiencia de ayer entro en el movimiento de este salmo con una visión y una gratitud muy especial que no puedo dejar de compartir y me queda más clara esta frase que vuelvo a repetir: «El Señor jamás desoye al pobre, ni olvida al que se encuentra encadenado». ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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