El salmo 118 [119] es el más largo de todo el salterio (conjunto de salmos) y es, por lo mismo el capítulo —lo he dicho otras veces— más largo de la Biblia, tiene 176 versículos divididos en 22 secciones estructuradas con mucho esmero, que forman una meditación repetitiva acerca de la belleza de la Palabra de Dios y de la forma en que nos ayuda a permanecer puros y a crecer en la fe. Hoy como salmo responsorial la liturgia de la palabra nos regala, para meditar, unos cuantos versículos de éste (Sal 118 [119], 89-91.130.135.175). Cada una de esas 22 secciones, corresponde a una letra diferente del alfabeto hebreo y cada versículo comienza con la letra que corresponde a su sección. Casi todos los versículos mencionan el término «Palabra de Dios, Ley, mandamientos o un sinónimo». Hay que recordar que en aquellos tiempos, la inmensa mayoría de la gente —el común de los mortales—no sabía leer y no tenía copias particulares de las Escrituras para leerlas como lo hacemos nosotros, incluso hasta en el iPad o en el Smartphone, así que entre la gente común, la Palabra de Dios se memorizaba y trasmitía en forma oral. La disposición de este salmo permitió la fácil memorización. La mayoría de nosotros —ese común de los mortales— nos irritamos con las reglas, normas y disposiciones que tenemos que obedecer, ya que pensamos que nos limitan para hacer lo que queremos.
A primera vista, entonces, parece raro escuchar al salmista regocijarse en las leyes de Dios. Sin embargo, las leyes de Dios se dieron para librarnos de cuanto estorba para poder ser todo lo que él quiere que seamos. Las leyes nos limitan para no hacer cosas que nos incapacitarían e impedirían sacar de nosotros lo mejor. Las leyes de Dios son principios que nos ayudan a seguir en su camino y a no vagar en caminos que nos conduzcan a la perdición y a la destrucción como personas. Así es que por eso el tema básico que fluye a través de cada capítulo de este salmo es que la clave de la espiritualidad en la vida es la actitud hacia la Biblia, hacia la Palabra, hacia la Ley y hacia los mandamientos y no solamente el conocimiento o memorización automática de la Biblia. El Reino de Dios, del que habla hoy Cristo en el Evangelio (Lc 17,20-25) no será algo que llegue aparatosamente, sino que ya, en semilla o en una pequeña plantita que va creciendo, ya está entre nosotros porque escuchamos y hacemos nuestra la Palabra de Dios con sus leyes, con sus mandamientos. Anticipadamente, diríamos, el Reino de Dios ya mora en nosotros, en cada discípulo–misionero que como bautizado lo hace presente «aquí» y «ahora«, «dentro y fuera de nosotros», dentro del corazón del bautizado, en el que habitando la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, habita ya en miniatura y potencialmente todo su Reino.
La mística y sierva de Dios contemporánea Chiara Lubich, (1920-2008), fundadora, en la Iglesia Católica, del Movimiento de los Foculares, expresa esto que estoy diciendo de un modo muy claro con esta frase: «¡La Trinidad dentro de mí! ¡El abismo dentro de mí! ¡La inmensidad dentro de mí! ¡La vorágine de amor dentro de mí! ¡El Padre, que Jesús nos ha anunciado, dentro de mí! ¡El Verbo! ¡El Espíritu Santo, que quiero poseer siempre para servir a la Iglesia, dentro de mí!». Chiara, portadora como nosotros, de esa semilla del Reino, incluso trascendió fronteras, fue invitada a hablar de su experiencia interior en Tailandia a 800 monjes y monjas budistas; en Nueva York a 3000 musulmanes negros en la mezquita de Harlem, y en Argentina a la comunidad hebrea de Buenos Aires. Nuestra vida cristiana camina al compás de la Palabra, de las leyes divinas, de los mandamientos del Señor. La memoria de lo que esto ha sembrado en el pasado y los proyectos hacia el futuro sirven para ir estableciendo poco a poco ese Reino y contribuir al valor de eternidad que se encierra en el presente. No existe ningún día que haya que esperar más allá de la historia; cada día encierra en sí la eternidad para quien lo vive en unión con Dios y cada día podemos decir con nuestro Dios, con María y con los santos que el Reino de Dios, ya está en nosotros. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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