El filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955), exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital tiene una pequeñísima frase que de forma repetitiva me viene a la mente en diversas ocasiones: «Yo soy yo y mis circunstancias», afirmaba. Y es que sí, no cabe duda de que las personas son moldeadas por miles de momentos y toman sus decisiones por cientos de razones. Sin duda alguna, en cada uno de nosotros hay una gran cantidad de decisiones que tenemos que tomar. Conocemos a veces parte de las conversaciones, las lágrimas, el posible dolor, las posibles concesiones del otro pero muchas veces sin ponemos a pensar que todo eso nos afecta. La transparencia, sobrevalorada en nuestros días, es ciertamente menos optimista cuando no estamos seguros de quiénes somos o en qué nos convertiremos y menos todavía cuando el sello de hombres y mujeres de Dios se empieza a querer ocultar ante los hechos y circunstancias que nos rodean. Mantener el amor de Dios y caminar en su presencia es clave para que las circunstancias que nos rodean sean buenas. Hoy es precisamente este el tema del pequeño extracto del salmo más largo de la Biblia del que, lógicamente por su longitud, ha aparecido más de una, dos, cinco veces y más durante el año como salmo responsorial. Hoy, el salmista nos habla de él, de él y sus circunstancias, de él y el amor a la Palabra, a la Ley, a los mandamientos que lo sostienen (Sal 118 [119],53.61.134.150. 155.158). No podemos negar la presencia del mal en muchos de los hechos y circunstancias que nos rodean y sobre todo ahora, aprovechando los avances de la ciencia tratan de dañar nuestro ser, nuestra conciencia, nuestra persona.
Los discípulos–misioneros de Cristo no podemos caer en las redes del Maligno y por eso debemos llevar los mandamientos, la Ley, la palabra del Señor grabada en el corazón. Por eso, no pudiendo cerrar los ojos ante una realidad que se ha deteriorado en muchos aspectos y que amenaza con echar a perder los buenos propósitos que podemos formularnos, quienes vivimos en comunión con el Señor no podemos olvidar el «Plan de Salvación» que ha hecho para cada uno y para todos como comunidad de creyentes, sino que hemos de trabajar, guiados por el Espíritu de Dios, para que no sólo no desaparezcan, sino que se incrementen en el propio corazón la esperanza, el amor y la fe para que entonces nosotros mismos seamos constructores de las circunstancias que nos rodean. El Evangelio de este día (Lc 18,35-43) cuenta cómo nuestro Señor Jesucristo, después de anunciar su pasión y resurrección curó a un ciego dentro del contexto de una subida a Jerusalén. Seguramente aquel hombre que no veía, al igual que nosotros, era «él y sus circunstancias». Desde su circunstancia de ciego, él percibía la vida a su manera, según él y sus circunstancias. Alguien explica al ciego que el que está pasando es Jesús. Él grita una y otra vez su oración: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!».
El relato evangélico nos dice que la gente se enfada por esos gritos, aún los más cercanos a Jesús porque su circunstancia era otra, pero «Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran». El diálogo es breve: «Señor, que vea»... «Recobra la vista; tu fe te ha curado» es la respuesta. Y al buen hombre le cambian las circunstancias, ahora ve, se llena de alegría glorificando a Dios. Lo que el Señor hace al ciego, le acontece a la Iglesia entera, a ti y a mí, querido amigo que lees esto. El hombre ciego y sus circunstancias puede ser cualquiera de nosotros: un joven desorientado, algún hijo o hermano con problemas, un amigo que empieza a ir por malos caminos. ¿Nos ayudamos unos a otros a ver la Palabra, la Ley, los mandamientos que están incrustados en nuestro corazón, como los ojos del ciego que sí tenía, pero con una «circunstancia» que le impedía ver? ¿Llevamos a los demás hacia Jesús, que es la Luz del mundo, aunque sus gritos de angustia y desesperación por querer ver nos ensordezcan y nos quiten del confort que tenemos porque aparentemente sí vemos nosotros claro? Hoy le quiero hablar a Jesús, con María, la mujer que también tuvo sus circunstancias muy particulares y decirle junto contigo que lees esto: «Luz nacida de la luz, Jesús, Hijo del Dios vivo, ¡ten compasión de mí! Arráncame de mis tinieblas, dame a vivir tu salvación. Deslúmbrame con tu misericordia y enséñame a mirar mi mundo con las circunstancias que me rodean para saber cuáles debo conservar y ver la vida como Tú la ves, por los siglos de los siglos. Amén». ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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