Las preguntas y respuestas que el autor del salmo 23 [24] hace en el salmo responsorial de la Misa de hoy, nos ayudan a centrar nuestra reflexión en este día en que la Iglesia celebra la solemnidad de «Todos los santos». El salmista se pregunta: «¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo?» y él mismo encuentra la respuesta: «El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso». Pudiéramos decir que, de alguna manera, el escritor sagrado esboza la figura del santo, porque es el hombre santo quien puede entrar en la presencia del Señor. En primer lugar nos dice: «El de corazón limpio y manos puras» (v 4a), o sea, aquel que tiene toda su persona radicalmente abierta y disponible a Dios, que busca hacer la voluntad de Dios ; Enseguida el salmista dice algo que no está en el salmo responsorial pero que el salmo original es el verso siguiente que afirma que el «que no confía en los ídolos» (v. 4b), es decir, el hombre que no se queda enganchado con las cosas materiales ni con las falsas imágenes de Dios; finalmente asegura que el que no «jura contra el prójimo en falso» (v. 4c), esto es, el que no perjudica a su prójimo con engaños ni abusa de él. El que practica estos preceptos morales es agradable a Dios y busca su rostro con corazón sincero, por eso señala: «Esta es la clase de hombres que te buscan y vienen ante ti, Dios de Jacob».
Al celebrar la solemnidad de todos los santos, manifestamos que lo que Dios ha realizado en los santos lo esperamos nosotros, confiados en su amor, y lo vivimos ya ahora: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn Juan 3,1-3) y alcanzaremos, como dice el prefacio I de difuntos: «como ellos, la corona de gloria que no se marchita». Por eso podemos decir que la celebración de este día es nuestra fiesta de familia. Todos los santos, los que celebramos hoy, son hermanos nuestros, gente de nuestra raza, miembros de nuestra familia de fe. No celebramos hoy a los ángeles o a héroes de otro planeta; celebramos a hermanos nuestros que han seguido el mismo camino que nosotros y que, como dice el libro del Apocalipsis: «vienen de la gran tribulación» (Ap 7,14) y ahora triunfan por haber sido fieles a su fe. Pero también, y como siempre, es la fiesta de Cristo porque celebramos que a lo largo de los siglos muchos miles, millones de personas, hayan creído en Él y han aceptado su plan de vida. Hoy celebramos precisamente su triunfo, en el triunfo de quienes han seguido sus huellas viviendo las virtudes en grado heroico. Esas bienaventuranzas que el Evangelio de hoy nos presenta (Mt 5,1-12) las han vivido, las han hecho historia. Y son innumerables. Hoy es la fiesta del Cristo total, de la Iglesia, una, santa y católica que con su Esposo y Cabeza, Cristo el Señor, celebra el triunfo sobre el mal.
Por eso, para todo discípulo–misionero de Cristo, esta fiesta de hoy, que abre el penúltimo mes del año civil y el último del año litúrgico, es una «llamada a la santidad». Ser santos no es hacer necesariamente milagros, ni dejar obras sorprendentes para la historia, ni elevarse en Misa poniendo los ojos en blanco. Ser santo es seguir a Cristo para ser como Él. Los santos que hoy celebramos, cuya lista es casi infinita a lo largo de la historia, fueron, mientras pasaron por este mundo, gente como nosotros, tuvieron defectos, no eran perfectos. Cometieron pecados. Fueron por así decir «normales». Pero creyeron en el Evangelio y lo cumplieron con la sencillez de las bienaventuranzas. Algunos han dejado huella profunda, otros han pasado desapercibidos, pero a todos les honramos hoy y vemos sus vidas como una invitación a seguir su camino, un reto a vencer. Apenas el año pasado, el Papa Francisco nos ha regalado un documento llamado en latín: «Gaudete et Exsultate» —«Alégrense y Regocíjense» en español—, y en él el Santo Padre nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad. Pidiéndole a la Santísima Virgen, la primera entre todos los santos, que nos acompañe en nuestro caminar hacia la Casa del Padre. Termino la reflexión de hoy invitándoles a leer la parte final del número 14 de este precioso documento: «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales». ¡Bendecido viernes y feliz fiesta de «Todos los Santos»!
Padre Alfredo.
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