En su libro: «El mundo de Sofía», el escritor y filósofo Jostein Gaarder, cuenta que el filósofo griego Diógenes de Sinope, también llamado Diógenes el Cínico, habitaba en un tonel y que no poseía más bienes que una capa, un bastón y una bolsa de pan —¡Así no resultaba fácil quitarle la felicidad!—. Gaarder narra que una vez que Diógenes estaba sentado tomando el sol delante de su tonel, le visitó Alejandro Magno, el emperador, el cual se colocó delante del sabio y le dijo que si deseaba alguna cosa él se la daba. Y que Diógenes le contestó: «Sí, que te apartes un poco y no me tapes el sol», mostrándole de esta manera Diógenes que era más rico y más feliz que el gran general, pues tenía todo lo que deseaba. La liturgia de la Palabra del día de hoy nos sigue hablando con el Cántico de Daniel (Dan 3,68-74) como salmo responsorial, ese himno a la creación que en el contexto en que está puesto nos deja en claro que el hombre nada material necesita para subsistir fuera de lo que el Señor ha puesto en la creación y de lo que obtenemos lo esencial y que por eso toda la tierra ha de bendecir al Señor. Dios nos ha dado la naturaleza y con ello todo lo necesario para ser felices, no se necesita mucho para ser feliz.
El Dios que nos presenta Daniel es el Dios vivo, el Dios que permanece siempre visible en sus obras, el Dios que acompaña, que alimenta, que se da y que cobija. Este hermoso cántico es una lección para tiempos difíciles en donde no se reconoce la providencia divina que todo lo da. ¿Y cuáles tiempos no son difíciles? Si Antíoco, en tiempos de los Macabeos, obligaba a los judíos a sacrificar en honor del dios Zeus, hoy el mundo invita a la gente —sobre todo a la gente joven— a levantar altares y a ofrecer libaciones a mil dioses falsos, que prometen felicidad y salvación y que según ofrecen mucho más de lo que el verdadero Dios puede dar: egoísmo, placer, pasiones, dinero, éxito social, poder... Rezar, alabar, rendir homenaje a Dios en medio de un mundo pagano es la clave para que podamos mantener nuestra identidad y para que manifestemos nuestra gratitud a Dios que todo lo ha creado para nuestro deleite, para nuestra realización, para nuestro bien.. ¡Cómo no lo vamos a bendecir!: «Rocíos y nevadas, bendigan al Señor. Hielo y frío, bendigan al Señor. Heladas y nieves, bendigan al Señor. Noches y días, bendigan al Señor. Luz y tinieblas, bendigan al Señor. Rayos y nubes, bendigan al Señor. Tierra, bendice al Señor». Tenemos mucho que trabajar ayudando a la humanidad a reconocer y agradecer la obra de Dios, llevando a cabo la misión que iniciara Cristo y que luego nos encomendó a nosotros, darnos cuenta de que el Padre nos ama (cf. Jn 16,27).
Pero hoy nos viene bien pensar también que nuestra meta es la vida eterna, la victoria final, junto al Hijo del Hombre: él ya atravesó en su Pascua la frontera de la muerte e inauguró para sí y para nosotros una nueva existencia, los cielos nuevos y la tierra nueva. Si lo que contemplamos aquí es hermoso y nos llama la atención para alabarle, ¿qué no será lo que podamos ver en lo nuevo que está por llegar? La liturgia, preparándonos ya para el Adviento, cuya llegada es inminente, nos va ubicando así, en una espera atenta de la venida del Salvador que lo hará todo nuevo. Esperamos, de alguna manera, lo que ya poseemos. Y esa esperanza es tan cierta como las mismas intervenciones del Dios liberador en la historia de su pueblo. Más allá de los alarmismos que acompañan generalmente a las representaciones sobre el fin del mundo y de lo que hoy nos habla el Evangelio (Lc 21, 20-28), se nos invita a anhelarlo y a descubrir en él las consecuencias positivas que producirá en nosotros. Debemos ver en toda la creación que nuestra liberación está próxima. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de pasar haciendo siempre el bien a todos; que esto lo hagamos no por simple filantropía, sino porque amamos a nuestro prójimo como el Señor nos ha amado a nosotros, y que, contemplando la creación para valorar lo que Dios nos ha dado, pudiendo así él reconocernos como suyos al final de los tiempos y al comienzo de la eternidad. ¡Muchas felicidades a mi hermano Eduardo —mi querido Lalo— que hoy cumple años! ¡Bendecido jueves para todos!
Padre Alfredo.
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