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En esta situación en la que me encuentro, orando y meditando en el don de la vida ante la realidad de la muerte, no puede menos de hacerme pensar en la llamada que el Padre Dios nos hace a fijarnos en Jesús y a pasar por este mundo imitándole, poniendo en primer lugar al Padre en una actitud de seguimiento y de dependencia total que hace que todo lo demás ocupe el segundo lugar. San Lucas, en el Evangelio de hoy (Lc 14,25-33), así nos lo deja ver: «Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo». ¿Quién mejor que Jesús amó a plenitud la voluntad del Padre? ¿Quién ha tenido una posteridad igual a la de Jesús? ¿Quién fue un enamorado de los mandamientos? Acaban de venir los paramédicos a dar fe de que Conchita ha dejado este mundo; en un santiamén le han puesto ese artilugio que mide si el corazón palpita, y ha dejado solamente una linea recta que han adjuntado a la hoja con los datos del suceso, que acabo de firmar. Nos quedamos nuevamente solos su cuerpo y yo. He encomendado su alma y se que ha volado a ese lugar en donde habrá de ser examinada sobre el amor. ¿Qué amó? ¿Cuánto amó? ¿A quien y a quienes amó?... Recordando su sonrisa me consta que a mí me amó... Ante mis ojos aparece la rudimentaria felicidad de este mundo que acaba, y resplandece la verdadera, la auténtica, la perenne que el Señor promete a quien tome su cruz y le siga. Sé que Dios no nos prohíbe ser felices aquí, pero, que poca cosa comparada con la felicidad del cielo. La felicidad más profunda no está en los bienes materiales y en lo que podamos poseer en esta tierra; hay una felicidad que nadie puede arrebatar al justo y es su «justicia» misma... Es decir, la felicidad de «compartir» de cumplir su deber, de «hacer correctamente» sus negocios, a riesgo de pobreza, en un mundo sin conciencia... ¡Así vivió Conchita! Así me parece bien recordarla ahora, agradecida con la vida y con todos; como decía ayer su enfermera de cabecera: «siempre con un “gracias” en su boca y en su corazón». Siempre —diría yo—, con un «de acuerdo» con Dios, acomodando su voluntad a la del Creador.
La vida pasa rápido, así sean los 11 años de José Adrián, los 21 de Waldo, los 85 de mi padre o los 96 de Conchita... «Quien es justo, clemente y compasivo —afirma hoy el salmista— como una luz en las tinieblas brilla». Basta con ser buenos, justos. El corazón sabe el camino, y la sabiduría elemental del espíritu se apresta a seguirlo con naturalidad. Ahí está el secreto. Es el secreto de María la Madre de Dios, de los santos, de todos aquellos que han seguido al Señor. Muchos de ustedes saben que me apasiona leer a José Luis Martín Descalzo. Él confesaba una vez: «Soñé, a lo largo de mi vida, muchas cosas. Ahora sé que sólo salvaré mi existencia amando; que los únicos trozos de mi alma que habrán estado verdaderamente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien. ¡Y he tardado cincuenta años en descubrirlo!». Aquí en medio de este silencio que me ofrece este espacio de mi vida a las 3:51 de la mañana de este 6 de noviembre de 2019, termino mi reflexión releyendo el testamento espiritual del padre José Luis Martín Descalzo en el que dice: «Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida. Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura». Dale, Señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua. Que la Santísima Virgen y los santos reciban su alma para acompañarla en ese presentarse ante el Dios justo y misericordioso que habrá de juzgar sus amores. El alma de Conchita y el alma de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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