Empiezo a escribir estas lineas de mi oración del día a las 2:30 de la mañana junto al cuerpo inherte de Conchita, la mamá de mi entrañable amigo Víctor Segovia, con quien me unen años sin termino de una valiosa amistad que ha corrido a lo largo de los años y que ahora se ve más estrechamente unida por esta situación de la partida de su madre, que ha sido llamada al juicio misericordioso de Dios al final de su larga vida de 96 años. Contemplo así, en esta especial condición en la que solo estamos el cuerpo de esta maravillosa mujer y yo, solos, en la recámara de su casa —mientras Víctor hace todas las diligencias necesarias para el funeral— el salmo 111 (112) con la belleza de este escrito inspirado por Dios con el que el pueblo de Israel renovaba su Alianza con Dios. Dos veces al año —el día de Pascua y el día de la Fiesta de los Tabernáculos— Israel se comprometía a ser fiel a Dios y a su Ley con una especie de «profesión de fe» con la que renovaban ese pacto con Yahvé colmado de una extraordinaria carga de afectividad y seguridad en el Todopoderoso que se había aliado «por amor» con el pueblo de Israel. ¡Qué responsabilidad también! El Dios con quien se hacía la Alianza era el Dios de la vida, el Creador de la naturaleza y del hombre, cuyos mandatos se debían respetar. Tal es el tema de este salmo anunciado desde los primeros versos: «Dichosos los que temen al Señor y aman de corazón sus mandamientos». Este salmo 111 (112), un acróstico en el que cada uno de los 22 versos comienza con una de las 22 letras del alfabeto hebreo, resume la Ley prácticamente en dos amores esenciales en los que habrá de centrarse la vida del hombre y de la mujer de fe: «Amarás al Señor tu Dios... y a tu prójimo...». A quien cumple estos dos preceptos que resumen los diez mandamientos, se le prometen, en el salmo entero y a la usanza de los judíos de aquel tiempo, tres formas de dicha: numerosa posteridad, prosperidad en los negocios materiales e inmunidad contra los ataques de la desgracia, de los malvados y de la mala fortuna... De esta forma, el salmista nos muestra con vehemencia, que el fin de la Alianza entre Dios y el hombre es configurar éste a semejanza de Dios.
En esta situación en la que me encuentro, orando y meditando en el don de la vida ante la realidad de la muerte, no puede menos de hacerme pensar en la llamada que el Padre Dios nos hace a fijarnos en Jesús y a pasar por este mundo imitándole, poniendo en primer lugar al Padre en una actitud de seguimiento y de dependencia total que hace que todo lo demás ocupe el segundo lugar. San Lucas, en el Evangelio de hoy (Lc 14,25-33), así nos lo deja ver: «Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo». ¿Quién mejor que Jesús amó a plenitud la voluntad del Padre? ¿Quién ha tenido una posteridad igual a la de Jesús? ¿Quién fue un enamorado de los mandamientos? Acaban de venir los paramédicos a dar fe de que Conchita ha dejado este mundo; en un santiamén le han puesto ese artilugio que mide si el corazón palpita, y ha dejado solamente una linea recta que han adjuntado a la hoja con los datos del suceso, que acabo de firmar. Nos quedamos nuevamente solos su cuerpo y yo. He encomendado su alma y se que ha volado a ese lugar en donde habrá de ser examinada sobre el amor. ¿Qué amó? ¿Cuánto amó? ¿A quien y a quienes amó?... Recordando su sonrisa me consta que a mí me amó... Ante mis ojos aparece la rudimentaria felicidad de este mundo que acaba, y resplandece la verdadera, la auténtica, la perenne que el Señor promete a quien tome su cruz y le siga. Sé que Dios no nos prohíbe ser felices aquí, pero, que poca cosa comparada con la felicidad del cielo. La felicidad más profunda no está en los bienes materiales y en lo que podamos poseer en esta tierra; hay una felicidad que nadie puede arrebatar al justo y es su «justicia» misma... Es decir, la felicidad de «compartir» de cumplir su deber, de «hacer correctamente» sus negocios, a riesgo de pobreza, en un mundo sin conciencia... ¡Así vivió Conchita! Así me parece bien recordarla ahora, agradecida con la vida y con todos; como decía ayer su enfermera de cabecera: «siempre con un “gracias” en su boca y en su corazón». Siempre —diría yo—, con un «de acuerdo» con Dios, acomodando su voluntad a la del Creador.
La vida pasa rápido, así sean los 11 años de José Adrián, los 21 de Waldo, los 85 de mi padre o los 96 de Conchita... «Quien es justo, clemente y compasivo —afirma hoy el salmista— como una luz en las tinieblas brilla». Basta con ser buenos, justos. El corazón sabe el camino, y la sabiduría elemental del espíritu se apresta a seguirlo con naturalidad. Ahí está el secreto. Es el secreto de María la Madre de Dios, de los santos, de todos aquellos que han seguido al Señor. Muchos de ustedes saben que me apasiona leer a José Luis Martín Descalzo. Él confesaba una vez: «Soñé, a lo largo de mi vida, muchas cosas. Ahora sé que sólo salvaré mi existencia amando; que los únicos trozos de mi alma que habrán estado verdaderamente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien. ¡Y he tardado cincuenta años en descubrirlo!». Aquí en medio de este silencio que me ofrece este espacio de mi vida a las 3:51 de la mañana de este 6 de noviembre de 2019, termino mi reflexión releyendo el testamento espiritual del padre José Luis Martín Descalzo en el que dice: «Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida. Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura». Dale, Señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua. Que la Santísima Virgen y los santos reciban su alma para acompañarla en ese presentarse ante el Dios justo y misericordioso que habrá de juzgar sus amores. El alma de Conchita y el alma de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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